Creo que si sigo viviendo en Estados Unidos también seré un número más. Y entonces me pregunto si no valdrá la pena regresar al sitio de donde salí.
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Después de diez años de vivir en Estados Unidos, en Phoenix, Arizona, todavía extraño al México que me vio crecer y que me dio tanto durante el largo tiempo que viví en él. Siento una gran nostalgia, y muchas veces quisiera volver y sentir la calidez de sus habitantes, su exquisita comida y llenarme de la cultura y arte mexicano tan diferentes de la frialdad y acartonamiento de un país de plástico, sin emociones.

Creo que si sigo viviendo en Estados Unidos también seré un número más. Y entonces me pregunto si no valdrá la pena regresar al sitio de donde salí.

Pero los acontecimientos repentinos nos estremecen y nos hacen ver la realidad y nos revelan que es preferible la frialdad y el acartonamiento de la existencia diaria, pero con vida, a la del interior de un ataúd antes de tiempo.

Mi destino pudo haber cambiado en segundos cuando, repentinamente, me vi en medio de un fuego cruzado en plena Ciudad de México, el gigante urbano que sin aviso decidió mostrarme su verdadero rostro.

Eran las once de la mañana de un día de media semana y nos dirigíamos al aeropuerto de la capital mexicana cuando la camioneta que manejaba mi hijo bruscamente fue detenida por un grupo de patrullas y policías que nos gritaban haciendo aspavientos ¡agáchense! ¡agáchense!"

En el auto iban también mi nuera y mis dos nietas de ocho y cinco años de edad. De pronto no entendí lo que estaba sucediendo hasta que vi que estábamos en medio de una persecución. Nunca sentí miedo; sólo quería proteger a mis nietas. Les desabroché el cinturón de seguridad y nos agachamos. Cubrí sus cuerpos con el mío. Momentos después, que me parecieron eternos, escuché la voz de mi nuera "ya pueden levantarse", alcé la cabeza y me di cuenta que mi hijo había podido salir del atolladero y se alejaba del lugar a toda velocidad. Todos estábamos bien, pero fue entonces cuando comenzamos a escuchar los balazos, aunque por fortuna ya a lo lejos.

Más tarde tomé el avión a Phoenix. Me dolía la cabeza y tenía ganas de vomitar. No sabía por qué. La impresión había sido tan fuerte que aún seguía "medio ida". Cuando llegué a Phoenix me recibió mi esposo y me dijo que había leído en Facebook sobre la balacera. Fue entonces cuando entendí cuál era el motivo de mi malestar.

Pensar que estuvimos entre la vida y la muerte me da escalofrío. México está secuestrado por la violencia y ahora sé que quizás nunca voy a volver a vivir en el país que me vio nacer. Eso me hace darme cuenta de algo valioso que debo agradecerle a mi país adoptivo, que con todos sus defectos y frialdad, todavía nos ofrece la dicha de vivir en paz.

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