Hemos recorrido un largo camino

Día de la Mujer: Hemos recorrido un largo camino
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El día de la mujer se acerca. Para celebrar esta grandiosa ocasión, les dejo uno de los relatos más inspiracionales de Sopa de pollo para el alma de la mujer. ¡Feliz día, mujeres!

"La mujer es como una bolsita de té. Nunca conoces su fuerza hasta que la dejas caer en agua caliente", Nancy Reagan.

En 1996, las mujeres estamos tan sólidamente unidas y nos apoyamos tanto entre nosotras como lo han hecho los hombres durante décadas. El mundo se ha vuelto un lugar más amistoso para las mujeres que hace cuarenta o cincuenta años. Cuando me alegro por ello, pienso en mi madre... y me pregunto si yo habría podido sobrevivir a lo que ella debió soportar en aquella época.

En 1946, Mary Silver llevaba casada cerca de siete años con Walter Johnson y ya era madre de cuatro niños ruidosos y activos. Yo era la mayor, con cerca de seis años, y los otros me seguían de cerca: dos varones de cuatro y dos años y una bebita. Vivíamos en Amherst, en una casa muy vieja, sin vecinos en los alrededores.

Sé poco de la vida de mis padres en aquel tiempo, pero como también yo crié dos hijos en lugares remotos de Estados Unidos, puedo imaginar cómo fue, especialmente para mi madre. Con cuatro niños pequeños, un esposo cuyo sentido del deber se limitaba a traer el tocino a casa y cortar el césped, sin vecinos y sin ninguna oportunidad de hacer amigos propios, no tenía cómo ventilar las inmensas presiones que tuvo que haber acumulado en su interior.

Por alguna razón, mi padre decidió que ella se estaba "descarriando". Cuándo habría encontrado el tiempo, a quién habría podido conocer (más aún lo suficiente como para "descarriarse") si los cuatro niños estábamos siempre con ella, es un misterio para mí. Pero mi padre lo decidió así y no había más que hablar.

Un día, a comienzos de la primavera mamá salió de casa a comprar leche para el bebé. Cuando regresó, mi padre estaba apostado en una de las ventanas del segundo piso, con un rifle en la mano. Le gritó:

- Mary, si tratas de entrar a esta casa, mataré a tus hijos.

Ésa fue la manera de decirle que había pedido el divorcio. Aquella fue la última vez que mi madre vio esa casa. Se vio obligada a marcharse apenas con la ropa que llevaba puesta, el dinero que tenía en su bolso... y un litro de leche.

Es probable que hoy tuviera varias alternativas: un refugio local, un número 800 adonde llamar, una red de amigos que habría establecido en su trabajo. Tendría una chequera y una tarjeta de crédito en su bolsillo, y habría podido pedir, sin avergonzarse, el apoyo de su familia. Pero en 1946 no había nada de eso. Sencillamente, la gente casada no se divorciaba.

Allí estaba, entonces, completamente sola. Mi padre había conseguido enemistarla con su propio padre. Y mi abuelo le prohibió a mi abuela hablar con su hija, cuando ella más la necesitaba.

En algún momento, antes de presentarse ante los tribunales, mi padre entró en contacto con ella y le dijo:

- Mira, Mary, en realidad no quiero el divorcio. Sólo hice todo esto para enseñarte una lección.

Pero mi madre vio que, a pesar de la mala situación en que se encontraba, era preferible a regresar con mi padre y permitir que nos educara. Le respondió:

- De ninguna manera. Ya he llegado hasta aquí y no hay regreso.

¿Adónde podía ir? No podía regresar a casa ni tampoco permanecer en Amherst, primero porque sabía que nadie le daría hospedaje, en segundo lugar porque con el regreso de los soldados no había esperanza de encontrar un empleo y, finalmente y más importante aún, porque allí estaba mi padre. Entonces tomó un autobús y se dirigió al único lugar que encerraba alguna esperanza para ella: Nueva York.

Mamá tenía una ventaja: una buena formación y un diploma en matemáticas del Mt. Holyoke College. Pero había seguido el camino habitual de las mujeres durante las décadas de 1930 y 1940: pasó directamente de la escuela secundaria a la universidad, y de allí al matrimonio. No tenía idea de cómo encontrar un empleo y mantenerse económicamente.

Nueva York tenía varias cosas a su favor: estaba sólo a trescientos kilómetros de distancia, de manera que pudo comprar el boleto del autobús sin dificultades, y era una ciudad grande, así que debía esconder un empleo en alguna parte. Debía encontrar la forma de mantener a sus cuatro hijos.

Al llegar a Nueva York, se dirigió al albergue de una asociación de mujeres donde permitían dormir por un dólar cincuenta la noche. En una tienda cercana compraba comida, y comía emparedados de ensalada de huevo y café por cerca de un dólar al día. Luego empezó a recorrer las calles.

Durante varios días, que se hicieron semanas, no encontró nada: no había trabajo para los graduados en matemáticas, hombres o mujeres, ni empleo en general para las mujeres. Todas las noches regresaba al albergue, lavaba su ropa interior y su blusa blanca, los ponía a secar y planchaba la blusa a la mañana.

Estas prendas, junto con una falda gris de franela, constituían toda su vestimenta. Cuidar de ellas absorbía una porción de las largas noches que pasaba sola en el albergue. No tenía libros, ni monedas para comprar un diario, no había teléfono (y nadie a quien llamar) ni radio, con excepción de un aparato en el salón de abajo (donde la lista de huéspedes del albergue que esperaban turno para llevárselo un rato era aterradora). Aquellas noches debieron de ser terribles.

Como era de esperar, sus fondos se agotaban, al igual que las agencias de empleo que aún no había visitado. Por último se redujeron, un jueves en particular, a la última agencia de empleos de la ciudad y a menos del dólar con cincuenta que necesitaba para pagar la noche del albergue. Trataba de no pensar que se vería obligada a pasar la noche en la calle.

Trepó varios pisos de escaleras para llegar a la agencia, llenó la solicitud de rigor y, cuando llegó su turno para la entrevista, se fortaleció para soportar las malas noticias:

- Lo sentimos mucho, pero no tenemos nada para usted. Apenas tenemos empleos suficientes para los hombres que debemos colocar.

Desde luego, los hombres tenían prioridad para cualquier empleo disponible.
Mi madre no sintió nada cuando se levantó de la silla y se dirigió a la puerta. Insensible como estaba, ya se iba cuando advirtió que la señora había murmurado algo más.

- Lo siento, no la escuché. ¿Qué dijo? --le preguntó.

- Dije que está lo de George G. Buck, pero nadie quiere ese empleo. Nadie permanece allí -- respondió la mujer señalando con la cabeza una caja de tarjetas colocada sobre un mueble cercano.

- ¿De qué se trata? Cuénteme --le insistió mi madre ansiosamente, tomando asiento de nuevo en la silla de madera--. Aceptaré cualquier cosa. ¿Cuándo comenzaría?

- El trabajo es como ayudante de contabilidad, para el cual está usted calificada, pero el sueldo no es bueno y estoy segura de que no le agradará --dijo la empleada tomando la tarjeta correspondiente de la caja--. Veamos. Aquí dice que puede empezar en cualquier momento. Supongo que eso significa que puede ir allí ahora. Todavía es temprano.

Mi madre nos contaba que prácticamente le arrebató la tarjeta de la mano, y se precipitó escaleras abajo. Ni siquiera se detuvo a tomar aire mientras corría el trecho que la separaba de la dirección que aparecía en la tarjeta.

Cuando se presentó ante el sorprendido gerente de personal, él le dijo que, en efecto, podía comenzar a trabajar aquel mismo día si lo deseaba; había mucho por hacer. Y resultó que ese jueves era día de pago.

Por aquel entonces, la mayoría de las compañías pagaban a sus empleados a destajo el tiempo trabajado hasta el día de pago inclusive, así que, milagrosamente, cuando llegaron las cinco de la tarde se le entregó lo correspondiente a las cinco horas que había trabajado ese día. No era mucho, pero pudo sobrevivir hasta el jueves siguiente, y así sucesivamente.

Mary Silver permaneció en la compañía de George B. Buck durante treinta y ocho años, y llegó a ocupar una posición muy respetable. Recuerdo que tenía una oficina en una esquina, lo cual en el centro de Manhattan era toda una hazaña. Después de diez años de trabajar allí, pudo comprar una casa en los suburbios de Nueva Jersey, a media cuadra del autobús que la llevaba a la ciudad.

En nuestros días, uno de cada dos hogares está a cargo de una mujer sola y es fácil olvidar que hubo una época en que esto era casi inconcebible. Experimento una gran humildad cuando pienso en las realizaciones de mi madre, pero, ¡también siento el más profundo orgullo! Si yo he recorrido un largo camino, nena, es porque fui conducida un buen trecho por los esfuerzos de muchas, muchas otras mujeres antes de mí... y delante de todas ellas iba esta extraordinaria mujer, mi madre.

Pat Bonney Shepherd

Fragmento de Sopa de pollo para el alma de la mujer. Encuentra el ebook completo aquí.

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