Testimonio de un maratonista: ese Boston indomable

La respuesta a la pregunta inicial es un rotundo "sí". Los malos nos pueden hacer caer, nos pueden hacer dudar de nuestra capacidad, de nuestra resistencia, pero no nos pueden ganar la carrera.
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¿Que si volvería a correr Boston?

Esa es la pregunta que me han hecho familiares y amigos que saben que el lunes pasado, este fatídico lunes, corrí la centenaria carrera.

Para los que somos amantes de este deporte - la maratón - llegar a correr en Boston es como llegar al Olimpo, por eso la efervescencia, el entusiasmo desbordante que arropaba a los 27 mil corredores que el lunes esperábamos el pitazo de salida y de los cientos de miles de fanáticos que nos acompañarían en nuestro intento por alcanzar una gloria personal y cruzar la meta en la mágica ciudad de Boston.

Una gloria personal, porque salvo una decena de corredores elites, los demás nos lanzamos a esta aventura en una carrera contra nosotros mismos, el reloj o los años.

Las largas bajadas de Hopkinton dieron paso a pintorescos pueblitos, y de repente la locura: las jóvenes universitarias de Wellesley College que con sus excéntrico entusiasmo en la milla 13 le renuevan la energía a cualquiera. Piden y ofrecen besos, proponen matrimonio, te dan sus números de teléfono y todo lo que uno puede imaginar, pero todo dentro de un sano respaldo a los maratonistas.

(La información sigue después de la encuesta)


De repente hay que volver a la realidad ya que llegamos a las cuestas de Newton, tres millas y medias que te hacen olvidar a las chicas de Wellesley. Y si no fuera suficiente, Heartbreak Hill. Su nombre lo dice todo. Tony Bennett dejó el suyo en San Francisco, yo lo dejé aquí.

Y ya estamos cerca de la ciudad, la multitud se hace más compacta, el aplauso y los gritos más sonoros y la sensación de que "si llegué hasta aquí lo termino".

Unos minutos más y pasamos el simbólico letrero de Citgo y ya solo faltaba una milla. Una milla.

En mi caso, crucé la meta en la avenida Boylston 3 horas y 46 minutos luego de dejar Hopkinton. Por fin me pude poner al cuello mi cuarta medalla de Boston, recuperar un poco y proceder a ponerme ropa seca. Estando en la caseta cerrada con otras decenas de corredores varones, a dos bloques de la meta, un estruendo nos estremeció a todos. Nos miramos, pero al no oír nada más seguimos cada uno en lo suyo. Unos segundos más y el retumbó el segundo bombazo.

Fuera de la caseta no había pánico entre el público ya que el siniestro se concentraba en el área de la llegada, de la cual te hacen salir tan pronto recoges tus pertenencias, pero policías y voluntarios se movían a toda prisa. Ya las sirenas de ambulancias y patrullas policiales eran ensordecedoras. Llegaban por todos lados. Igual las armas largas.

De inmediato la paralización total del transporte público y la desactivación de los teléfonos celulares para llamadas, aunque funcionaban para textear.

Todo eran rumores y especulación ya que por lo inmediato del atentado no había nada concreto, ni aun para las autoridades, quienes iniciaron de inmediato de inmediato un desalojo sistemático de toda el área cercana a la llegada.

Luego de correr las 26.2 millas me vi obligado a caminar unas tres millas más para poder encontrarme con mi familia en un lugar que consideramos seguro.

Luego sobrevinieron largas horas pegados al televisor, al internet y al celular enterándome de más detalles y hablando con los que querían saber como me encontraba.

La imagen idílica del maratón de Boston había sido herida malamente por unas mentes maquiavélicas. Con lo que no contaban esas mentes fue con la respuesta a una sola voz de una ciudad, un estado y un país en apoyo a sus victimas.

La respuesta a la pregunta inicial es un rotundo "sí". Los malos nos pueden hacer caer, nos pueden hacer dudar de nuestra capacidad, de nuestra resistencia, pero no nos pueden ganar la carrera.

El autor es maratonista y ha sido editor de La Opinión, en Los Ángeles y El Diario La Prensa, en Nueva York.

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