CRÓNICAS de Mogarraz: El color de los sueños

No es necesario creer en el inexorable destino, ni en la casualidad, ni en la suerte. Pero me inquita la experiencia vivida, pues suele acontecer que cuando nos sucede una desgracia, que nunca viene sola, como lo sentencia solemnemente Don Quijote, después de recibir una descomunal paliza: «Bueno es saber, Sancho amigo, que dado que ni el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado tanto el mal, señal es de que el bien ya está cerca».
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No es necesario creer en el inexorable destino, ni en la casualidad, ni en la suerte. Pero me inquita la experiencia vivida, pues suele acontecer que cuando nos sucede una desgracia, que nunca viene sola, como lo sentencia solemnemente Don Quijote, después de recibir una descomunal paliza:

«Bueno es saber, Sancho amigo, que dado que ni el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado tanto el mal, señal es de que el bien ya está cerca».

De modo que sin creer en la predestinación, soy propenso a desconfiar de la optimista creencia de que las desgracias pasan fugazmente. Todo lo contrario, las desgracias no vienen solas. Voy a explicarlo, refiriéndome a una de las personas más extraordinarias que he conocido.

Últimamente, acude a mi memoria la larga etapa de mi vida, que pasé junto una de las personas más grandes en todos los sentidos, que he conocido y que más he querido. Me refiero al poeta Luis Rosales. Tiempos memorables los vividos junto a él en el entonces Instituto de Cultura Hispánica, hoy Instituto de Cooperación Iberoamericana.

Por mucho que se haya escrito sobre Luis Rosales, y lo más acertado lo ha dicho Félix Grande, queda aún por contar lo esencial e íntimo de su vida, nadie lo sabe mejor que Francisca Aguirre, que en un día señalado le dedicó el primer ejemplar de Los trescientos escalones, en un momento crucial de su existencia. Luis Rosales llevaba días asegurando machaconamente que ya lo había hecho todo en su vida y que no necesitaba nada de ella si no fuera la muerte. Fue entonces cuando le escribió la dedicatoria: «A Luis Rosales, que por primera vez en su vida comienza a necesitar algo.» Más que una dedicatoria fue una premonición, pues su vida cambió a partir de ese instante. Aquí comenzaron sus desvelos, sus alegrías y una de las tristezas que precipitaría el final de sus días: se enamoró. Ser intelectual es vivir con arreglo a razón. Así había vivido Luis Rosales. Hasta que un día nefasto todo se derrumbó.

Lo que ocurrió a partir de este momento lo cuenta Luis Rosales en su libro más hermoso y entrañable. En realidad, una respuesta inconsciente a la dedicatoria de Francisca Aguirre: Diario de una resurrección. Era abrumador su entusiasmo, su alegría de vivir, su juventud recuperada, sus proyectos y sus nuevos intereses. Así es el amor. Súbitamente, se fijaba en los escaparates de moda. Comenzó a comprar camisas a rayas azules y rojas y corbatas con colores audaces. Los lunes eran sagrados, íbamos, los tres al Museo de El Prado y luego nos íbamos a almorzar a un quiosco situado en la carreta de El Pardo, en su confluencia con la Dehesa de la Villa y de la Moncloa, donde teníamos interminables sobremesas, charlando del Pájaro Azul de Miró o del color de los sueños, que tanto le preocupaba. Sin duda alguna esto es el amor.

Pero como decía Don Quijote, ni el bien ni el mal son durables... Luis Rosales padeció tres trombosis cerebrales sucesivas y esos años fueron un infierno. Tenía tres amores, las tres personas más importantes de su vida y las tres se fueron desvaneciendo, mientras se iba su vida. Solía decir que «la alegría no tiene historia». Años antes había escrito un poema que tituló AUTOBIOGRAFÍA y que en verdad lo sería:

Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan

para morir;

y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores,

hasta la última,

hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le cubre la frente,

así he vivido yo, con una vaga prudencia de caballo de cartón en el

baño,

sabiendo que jamás me he equivocado en nada,

sino en las cosas que yo más quería.

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