Crónicas de Mogarraz: Mujica Láinez

Manuel Mujica Lainez, así firmaba, siempre, sin tildes en las vocales acentuadas; más conocido como Manucho. Creyó con tal vehemencia en su ascendencia de noble alcurnia, que nadie osó ponerlo en duda. Evidentemente sí pertenecía a la aristocracia porteña. Inteligente, generoso, culto y altivo, con terror a envejecer, así era Manucho.
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Manuel Mujica Láinez, así firmaba, siempre, sin tildes en las vocales acentuadas; más conocido como 'Manucho'. Creyó con tal vehemencia en su ascendencia de noble alcurnia, que nadie osó ponerlo en duda. Evidentemente sí pertenecía a la aristocracia porteña. Inteligente, generoso, culto y altivo, con terror a envejecer, así era Manucho.

Su estilo, patente en Bomarzo, era ampuloso, preciso, descriptivo; a medida que uno avanzaba en la lectura enganchaba; tenía preferencia por las grandes gestas de la Historia, como las Cruzadas; las gestas de Carlos V, la batalla de Lepanto; Felipe II, que no dudaba en iluminar con voces arcaizantes y poco usadas para sumergir al lector en un ambiente ampuloso, descomunal, exclusivo, selecto. Así era él, pero sin dobleces. Miraba siempre, miraba a los ojos de su interlocutor, limpiamente, 'desnudándose' complacido. Era responsable de su rostro --como lo somos todos--.Por los ojos se veía su conciencia --por eso hay gente que rehúye la mirada--. Jamás ocultó nada.

En el otoño de 1974 nos avisó de su llegada. Martine de Burdet quería conocerlo y me acompañó a la estación madrileña de Chamartín de la Rosa, en el 'Puerta del Sol', llegaba procedente de París, como buen argentino. Lo reconocimos por el sombrerito. Lo acompañaba un efebo exultante, Claudio Crespi. Fuimos directos al Palacio de la Hispanidad, en la Ciudad Universitaria. Manucho deseaba abrazar a Luis Rosales, que se quedó perplejo con la belleza de Claudio Crespi: «un adolescente angélico --dijo--. ¡Así ya podrá!». Después de preguntar por su mujer e hijos, hablaron de 'sus' cosas hasta llegada la hora del almuerzo.

Le di a Manucho los datos que me había pedido sobre Carlos II «El Hechizado», que sería su próxima obra. Necesitaba que le acompañase al Museo Nacional del Prado, para documentarse sobre «el rey, nuestro señor, Carlos II»; el magnífico retrato en bronce, Carlos II, ecuestre (1690), de Giovanni Battista Foggini; los óleos, Carlos II, con armadura (1681), de Juan Carreño de Miranda; Carlos II, rey de España, a caballo (a. 1694), de Luca Giordano y algunos otros que no detallo, para no agobiar al paciente lector, que sin duda, a estas alturas ya se habrá percatado del trajín que nos traíamos subiendo y bajando, de una escuela y de un piso a otro.

Claudio Crespi, siempre tan atento y discreto, comenzaba a despistarse, sin perdernos de vista. Al pasar por las salas de la Escuela Flamenca le llamó la atención a Manucho el grandioso y hermético tríptico, un óleo sobre tabla de roble, El jardín de las Delicias, o La pintura del madroño (1500-1505) de El Bosco, (Jeroen Anthoniszoon van Aeken, Bosch), uno de los pintores predilectos de Felipe II, cuyos cuadros, los únicos que se conservan, del ciego criterio cerril de la infame Inquisición, en los Países Bajos españoles, ilustraban los muros de sus sobrios aposentos en el Palacio Monasterio de El Escorial.

Le dije que no debíamos desviarnos de Carlos II, pero Manucho insistió en que le explicase el simbolismo de «semejante maravilla». A pesar de mis evasivas, hube de ceder y explicarle que el tema del Jardín de las delicias, era una obsesión milenarista recurrente y obsesivo no solo en El Bosco, que volvería a tratar 10 años después en El carro del heno, basado en el Libro de Isaías: «Toda carne es heno, que se marchita, y toda gloria de este mundo, hierba de los, campos, que se agosta». Lo de la «carne que se marchita» fue como si le hubiesen golpeado en pleno rostro.

Traté de explicarle, en el panel central, el símbolo alquímico del Andrógino, representado por un hombre invertido, en forma de y griega mayúscula [Y] cuyas manos semiocultan el sexo masculino y el femenino. Lo veía palidecer. Allí seguimos, descifrando la oriflama: la CONIVCTIO, CORR VPTIO Y SUBLIMATIO. Desentrañando el principio alquímico que asegura, que «el verdadero sabio, solo habla claro cuando no quiere ser entendido.» Del símbolo de lo fugaz de los placeres carnales representado por lo que él creía una fresa, entre las piernas del Andrógino, pero que era un madroño. A pesar de sus propósitos, Manucho no escribió ni sobre Carlos II ni sobre El Bosco.

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