Crónicas de Mogarraz: Filias y fobias

Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que jamás he envidiado la posición ni la condición de persona alguna, salvo la de Juan Pérez Mercader conspicuo astrofísico de la NASA, cuyo saber codicio inútilmente.
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nieto don pedro

Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que jamás he envidiado la posición ni la condición de persona alguna, salvo la de Juan Pérez Mercader conspicuo astrofísico de la NASA, cuyo saber codicio inútilmente.

A este sabio, le pregunté un día que cuánto duraba la existencia de los seres humanos idealmente; a lo que con toda naturalidad me respondió:

«Como todos los mamíferos, 'tantos' millones de latidos del corazón. A ciertos animales como al elefante o la tortuga, el corazón les late con gran lentitud y su longevidad es considerable y a otros, como el ratón o el perro, les late mucho más rápido que al hombre y lógicamente viven menos, en la misma proporción que sus latidos.»

Lógicamente, he olvidado el número de millones de veces que late nuestro corazón, pues, al contrario de lo que dice la 'sabiduría' popular, yo sí creo que «el saber ocupa lugar» o por lo menos neuronas; y tanto los latidos de nuestro corazón, como nuestra actividad mental están regidas por nuestro sistema nervioso. De modo y manera, que sin temor a equivocarme, puedo asegurar que nuestra longevidad depende de nuestro equilibrio psicológico es decir de nuestro sistema nervioso.

Ahora bien, el equilibrio de nuestro sistema nervioso, depende de la información y de la comunicación que recibimos del exterior. Dicho de otro modo, de la opinión que los demás tienen de nosotros. Esta clase de información la recibimos por los cinco sentidos especialmente por el oído, la vista y el olfato. El ser humano es más vulnerable a la información que recibimos, subliminalmente por el olfato, que afortunadamente, en comparación con otros mamíferos, tenemos atrofiado desde hace millones de años --desde el Pleistoceno, al parecer--.

Pero hubo un tiempo en el que los humanos sentíamos olfativamente las filias y las fobias de nuestros semejantes. Sabíamos si quien pasaba por nuestro lado nos profesaba afecto o nos detestaba, lo que dañaba irremediablemente nuestro sistema nervioso y por ende nuestro corazón y nuestra mente. De tal modo que, como formula Charles Darwin, los animales, «o se adaptan al medio o se extingue la especie» regla inexorable que carece de excepción y que es aplicable a los seres humanos.

¿Os imagináis cómo sería nuestra existencia si cuando montásemos en ascensor o nos cruzásemos en los pasillos de nuestro trabajo con nuestros compañeros, nos percatásemos de sus sentimientos hacia nosotros por la emisión de sus feromonas afectivas?

Duraríamos poco tiempo. Por esto, sabiamente la especie humana se ha desprendido del sentido del olfato. Aunque no totalmente. Algunas feromonas las percibimos subliminalmente, o sea de modo imperceptible. Del mismo modo, auditivamente, sobre todo por medio de la televisión o de la megafonía en los centros comerciales, recibimos cantidad de mensajes sonoros subliminales, sometidos a la legislación de cada estado. Pero tornemos a nuestras feromonas olfativas, cuyo estudio incipiente es tan fascinante, como inquietante. Al parecer, el amor es tan solo una cuestión de percepción de ciertas feromonas por las que nos sentimos atraídos.

Pero no solo el amor. La relación comunicativa entre los animales y los hombres la describe maravillosamente Charles Darwin en su The Emotions in Man and Animals, a mediados del siglo XIX. Y más recientemente según la Regla de Mahrabian formulada así: solo el 7% de la información, que captamos, se debe a las palabras; el 38% es debida al tono, timbre e intensidad de la voz; mientras que el 55% restante, es debido a las feromonas olfativas, al lenguaje corporal, es decir, al olfato, a los gestos, miradas, feromonas, posturas, actitudes.

¿No os parece inquietante?

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