«El instinto social de los hombres no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad..» Arthur Schopenhauer
Vivimos en una etapa de la Historia de la humanidad tan fecunda y dinámica en la aplicación de los vertiginosos avances de la Ciencia, es decir en la técnica y más concretamente en las Tecnologías de la Comunicación y de la Información (TCI) que han fulminado con extraña celeridad las nociones de espacio y tiempo. Nos comunicamos en un instante con cualquier persona, sin tener en cuenta en qué lugar del mundo esté. Dos instrumentos lo hacen posible: las computadoras u 'ordenadores' y el teléfono digital (celular o móvil). Ambos artilugios, sin los cuales no sabríamos, ni podríamos vivir hoy en día, que en el mundo civilizado, han modificado nuestros hábitos y costumbres seculares, sociales y acelerado el vertiginoso avance de otras tecnologías, como la cirugía (teledirigida, incluso); nuestros hábitos y costumbres laborales, pues ya no necesitamos una misma y común oficina de trabajo desde la que trabajar. El periodismo, por ejemplo, lo podemos ejercer desde cualquier lugar de la dilatada y anchurosa faz de la Tierra. Es más, es mucho mejor hacerlo así. No necesitamos residir ni acudir a una misma oficina cada día de nuestra vida laboral.
El Imperio Romano, desde el siglo II a. C. lo entendió así, y conectó todo su dilatado Imperio desde Iberia y Albión a Petra y Abú Simbel con una red de rutas de superficie, llamadas 'vías' o 'calzadas'. Cuando en el siglo V d. C. la red de vías o calzadas romanas, que comunicaban los confines del Imperio con Roma se deterioró y en muchos casos desaparecieron, el Imperio Romano se derrumbó y sucumbió a la barbarie. Una lección, que, como todas los demás de la Historia, no hemos ni asimilado ni aprendido.
En realidad, en lo único que hemos progresado o modificado nuestra existencia, para hacerla más grata y llevadera es única y exclusivamente en la satisfacción de uno de nuestros impulsos primordiales, consistente en economizar el esfuerzo físico, lo que denominamos, ley del mínimo esfuerzo, consistente en apretar un botón y que se lave la ropa, se encienda la luz, el televisor, salga el agua de la ducha y un sinfín de cosas que tan solo hace unos años --o en otras latitudes, hoy en día -- requerían o requieren el empleo de mucho tiempo y recorrer distancias considerables, con un esfuerzo físico penoso. Ahora bien, lo que no hemos sabido controlar ni economizar son nuestros instintos animales --ni el de nutrición ni el de reproducción ni el de conservación-- que van unidos a nuestra propia estima, a la satisfacción del ego y a nuestro equilibrio psicológico y por lo cual tampoco sabemos ni podemos controlar nuestras filias y fobias: el amor, el odio, los celos o el FANATISMO. En esto no nos diferenciamos de nuestros antecesores del Calcolítico.
También en HuffPost Voces:
¿Te gustó este artículo?
Mira qué opinan otros y deja tu comentario aquí