Carta a un ciudadano americano. El poder de la utopía

La crisis mundial ha traído una generación de nostálgicos, en unos casos y de escépticos, en otros. Aún no conocen el poder de la utopía.
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occupy new york

En una entrevista que concedió a la revista Rolling Stone en 1978, que ha sido publicada en su totalidad en el libro "Susan Sontag: The Complete Rolling Stone Interview" por Jonathan Cott (Yale University Press), ella es citada diciendo que nuestra época se caracteriza por vivir entre dos polos opuestos: la nostalgia y la utopía.

Lo decía para señalar cómo los años sesenta habían sido un tiempo en el que no hubo nostalgia alguna.

Sólo esa liberadora búsqueda de la utopía.
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Sontag murió en 2004. Si viviera hoy quizá diría que en esta segunda década del siglo XXI -ya casi los años veinte de esta generación- lo que predomina es la nostalgia.

Los movimientos sociales que tumban gobiernos y arrasan las ciudades no tienen hoy, infortunadamente, una alegría utópica sino una rabia devoradora. Como carecen de propuesta, su acción destruye, no construye. Lo que surge de su mano es un esperpento.

A veces aparece la poesía: una adolescente besa a un policía en un parque de Nueva York donde los "indignados" protestan, o en una calle de Sao Paulo o en la Plaza de Bolívar de Bogotá, la misma adolescente, el mismo policía aterrado tras su casco.

Pero casi siempre la que reina es la tragedia, los muertos, los cuerpos arrastrados por las calles, las llantas quemadas despidiendo humo denso, las vitrinas quebradas, los saqueadores llevando en sus manos los miserables despojos de la ciudad conquistada: un televisor, un horno microondas, computadores portátiles, botellas de licor importado.

Conquistada brevemente, la ciudad espera a que los lobos duerman para recuperarse a sí misma. Los aseadores salen de sus casas antes de que levante el sol, los policías del nuevo turno hacen su patrullaje, los periodistas filman las calles desoladas y el graffiti en las paredes grita en silencio su consigna. A las nueve de la mañana, acaso las diez, la ciudad vuelve a ser un espacio de trabajo y movilización. Al final nada ocurre.

O sí, en algunos lugares caen los gobiernos, casi siempre gobiernos autocráticos, esa vieja cara que ha aparecido en televisión durante los últimos veinte años dando su parte de paz y de progreso, y unas facciones ocupan la casa presidencial, negocian con otras el reparto de poder mientras conspiran para eliminarse entre ellos cuando sea posible.

La protesta sin propuesta hace que quien tiene una idea clara supere a los que tienen muchas, como en la enigmática frase de Arquíloco, retomada en el famoso ensayo de Isaías Berlín ("El erizo y el zorro: un ensayo sobre la visión de la historia de Tolstoi"): "el zorro sabe muchas cosas, mientras que el erizo sabe una muy grande".

Los que marchan no saben que marchan para otros, que su marcha es un peldaño.

Marchan con razón, de eso no cabe duda.

Marchan porque su vida es gris, porque un dólar al día es un insulto que les dirige la civilización, porque las deudas avanzan mientras el futuro se acorta. Marchan porque el estado ha sido la vitrina de otros, el lugar en el que unos pocos se llevan los despojos de esa sí, en verdad rica, ciudad conquistada.

Esa falta de ilusión se entiende en países como los nuestros donde la distancia que debe recorrer la sociedad, jalonada por un estado débil y a veces cuadrapléjico, es enorme. Pero ¿en Estados Unidos?

¿En el país más rico del mundo?

El barrio en el que queda la Universidad de Chicago se llama Hyde Park. Es una especie de isla de la que se sale, hacia el sur, a los barrios más pobres de la ciudad donde las bandas que comercializan droga se matan entre ellas con rifles de asalto; y hacia el norte, a una de las ciudades más bellas del mundo, con su lago azul que trae viento y frío, y su extraordinaria arquitectura.

En estos meses he estado enseñando en el Instituto de Política de la Universidad y he hablado con decenas de estudiantes. No sabría decir si el sentimiento que los une es la nostalgia como tal porque a esa edad la nostalgia no es un sentimiento común, pero en cualquier caso no es la utopía lo que los impulsa.

Vienen de años de crisis. Cuando estalló la última, estos muchachos tenían 12, 13 años. Muchos de ellos vieron a sus padres perder buena parte de sus ahorros y sin duda han conocido de primera mano el desempleo, bien porque lo han vivido en su propia casa, bien a través de alguna familia muy cercana.
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No saben si, al salir de la universidad, tendrán trabajo. Preguntan, tratan de ver en las carreras de los demás señales de un mapa que lleve a tierra firme. Buscan, a ver si hay utopía posible, pero se contentan con la más mínima esperanza.

Algunos dirán: ¿cómo se quejan aquellos que lo tienen todo? Y quizá tengan razón al preguntárselo, pero los miedos no hacen distinción entre sociedades, ni miran -antes de apretar el cuello con su tenaza metálica- el producto interno bruto o las proyecciones de crecimiento. El miedo es miedo.

En alguna parte leí que la principal responsabilidad de los padres es enseñar optimismo a sus hijos, pese a que la realidad se empeña en señalar las dificultades de la vida y su tremendo desenlace.

La crisis mundial ha traído una generación de nostálgicos, en unos casos y de escépticos, en otros. Aún no conocen el poder de la utopía. Maravilloso cuando es el derrotero de los sueños y de ese optimismo aprendido. Y tan peligroso cuando llega como la fórmula mágica a todos nuestros problemas, de la mano engañosa del flautista de Hamelín de la época.

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