Carta a un ciudadano americano. El inmortal

Vivir sabiendo que puede ser éste nuestro último minuto en el planeta es lo que da sentido a lo que hacemos. La muerte, esa certeza terrible, llena todo de sentido. La inmortalidad hace banales todos los actos de los hombres.
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Todos, algún día, hemos soñado con la inmortalidad. Ser para siempre. No tener que abandonar el mundo en el que reímos, lloramos, amamos, sentimos, pensamos.

De vez en cuando leemos en las noticias que alguien ha expresado su decisión de ser congelado, para abrir una pausa entre el presente y un futuro que permita que los efectos de la muerte clínica sean reversibles. ¡Qué cosa más extraña!, pensamos, pero no es difícil imaginar a un octogenario billonario preguntándose cómo utilizar mejor su fortuna ahora que lo único que le hace falta es tiempo, y buscando en la crionización, salida a sus angustias.

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Mi abuela se fue de este mundo pensando que iba a un viaje. La religión le ayudaba a no sentir soledad en el universo, y la vejez, que suele ser solitaria, le pesaba menos. Solía fumar, sin aspirar el humo, porque el cigarrillo le hacía compañía.

Me ha llamado siempre la atención cómo algunos sacerdotes, en el mejor momento de mercadeo posible para su oferta de vida eterna -la muerte de un ser querido- suelen fracasar con su mensaje. Cuando murió mi padre, el sacerdote que ofreció la misa dedicó todo su sermón a recordar a los asistentes su condición de pecadores y, en el momento de invitarlo a subir al cielo, olvidó su nombre. En el cementerio, un pastor cristiano amigo de la familia salió al rescate al oir el pobre monólogo del cura. En ese momento entendí por qué una iglesia crece en la región mientras la otra pierde su influencia.

En Blade Runner, la gran película de ciencia ficción de Ridley Scott, un androide orgánico diseñado en laboratorio para trabajos forzados, que sabe que sus días están contados, busca a su creador para saber cuándo llegará el final de su vida y cómo evitarlo. Su angustia no humana, es la nuestra. Está hecha del mismo dolor, de la misma esencia.

"Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?", dice. "Eso es lo que significa ser esclavo. Yo he visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Mauthausen. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir."

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Horacio, el poeta latino, escribió pocos años antes de nuestra era una Oda al respecto: "Cuán fugaces, ¡ay! Póstumo, resbalan los años, sin que nuestra piedad alcance a detener las arrugas de la presurosa vejez ni el rigor implacable de la muerte. (...) Habrás de dejar tus campos, tu casa, tu placentera esposa, y de todos los árboles que cultivas sólo acompañará a su dueño de un día el aborrecido ciprés. Un heredero más digno consumirá el vino de Cécuba que guardas con cien llaves, y lo dejará caer al piso. El vino que malgasta no tiene precio; él no lo sabe."

De una manera más ligera, que pone en evidencia su ansiedad, Woody Allen dijo alguna vez que nada tiene contra la muerte pero que prefería no estar allí el día que aparezca.

No sé si es culpa del invierno de Chicago, que pone todo gris y cuyo viento helado penetra hasta los huesos, o si sea el paso de los 50, pero en estos días he retomado esa reflexión sobre la muerte que me atacaba cuando estaba en la Universidad. En ese entonces era un pánico paralizante. "No es miedo a la muerte", me dijo alguna vez una amiga sicoanalista. "Es miedo a la vida".

Como en muchas otras ocasiones, Borges trató el asunto en uno de sus cuentos de manera magistral. El cuento se llama El Inmortal.

"Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador", empieza el segundo párrafo del cuento. "Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales."

Tras beber de las aguas que traen consigo la inmortalidad, el tribuno pasa el resto de sus días buscando el río de cuyas aguas tiene que beber para recuperar su condición mortal.

"El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar el margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el amanecer."

Vivir sabiendo que puede ser éste nuestro último minuto en el planeta es lo que da sentido a lo que hacemos. La muerte, esa certeza terrible, llena todo de sentido. La inmortalidad hace banales todos los actos de los hombres.

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