Carta a un ciudadano americano: Sobre Stalin

Las terribles escenas de Abu Graib están frescas en la memoria de los ciudadanos del mundo (la diminuta y cruel soldadita Lynndie England y su feroz pastor alemán) y los interrogatorios en terceros países, los traslados de presos en aviones sin matrícula y la mera existencia de Guantánamo, señalan la distancia que les falta por recorrer a los EEUU en el camino de la civilización. Quizá en su segundo periodo el Presidente Obama desande los pasos de su predecesor en ese sentido.
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Es cierto que en Estados Unidos se vivieron aberraciones como la segregación racial y que, como potencia militar, su ejército no suele ser clemente con sus enemigos.

Las terribles escenas de Abu Graib están frescas en la memoria de los ciudadanos del mundo (la diminuta y cruel soldadita Lynndie England y su feroz pastor alemán) y los interrogatorios en terceros países, los traslados de presos en aviones sin matrícula y la mera existencia de Guantánamo, señalan la distancia que les falta por recorrer a los EEUU en el camino de la civilización. Quizá en su segundo periodo el Presidente Obama desande los pasos de su predecesor en ese sentido.

Pero no hay duda de que EE.UU. le lleva en esto una gran delantera a muchas otras naciones, que su búsqueda de respeto de los derechos civiles permanece y que, si bien no es siempre exitosa, es valiente y perseverante y cuenta con el apoyo generalizado de la mayoría de los medios masivos de comunicación y de la élite intelectual.

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Leyendo a expertos en la Unión Soviética y Stalin como Robert Conquest (El gran terror, la purga estalinista de los treinta), el libro de Martin Amis sobre Stalin (Koba, El terror) o el libro de memorias de Lev Razgon (Historias verdaderas), encuentra uno que una época de terrorismo de estado como el generado por Stalin se ha vivido en pocos lugares del mundo.

Adicionalmente es fácil advertir que, guardadas proporciones, el desconocimiento acerca de lo que ocurrió allí es más pronunciado que lo sucedido en la Alemania Nazi, la China de la Revolución Cultural de Mao o la Camboya de Pol Pot.

Se sabe que millones de personas murieron en manos de la NKVD, la policía secreta estalinista. Pero es menos conocido cómo Stalin aterrorizaba a los miembros de su círculo más íntimo asesinando a sus familiares o deportándolos a los Gulags.

Dos ejemplos se leen hoy con particular espanto.

El primero tiene que ver con quien ejerció las funciones de Jefe de Estado de la Unión Soviética entre 1922 y 1945, Mikhail Kalinin. Su esposa, Ekaterina Kalinin, fue acusada de terrorismo en 1939 (el terrible artículo 58.8), condenada a 15 años de trabajos forzados y enviada por Stalin a Siberia, donde pasó seis años (luego de que fuera perdonada al final de la guerra por súplica de Kalinin a Stalin). Ekaterina tuvo que estar junto a Stalin una vez más en su vida, junto a su verdugo: en el sepelio militar dedicado a Kalinin, ella y sus dos hijas presidieron la ceremonia, seguidas por Stalin y Molotov.

El propio Molotov, mano derecha de Stalin, sufrió idéntica suerte, si bien muchos años después. Su esposa, Polina Zhemchuzhina, de origen judío y quien era amiga cercana de la esposa de Stalin, fue juzgada, torturada y condenada por actividades sionistas.

Stalin se vengó de ella porque conocía de cerca el maltrato que él le propinaba a su esposa (quien dicho sea de paso, se suicidó en 1932, en compañía de Polina).

La esposa de Molotov pasó cinco años en trabajos forzados hasta que fue liberada, tras la muerte del propio Stalin.

Del antiguo politburó de Lenin, pocos sobrevivieron a la paranoia de Koba, uno de los apodos que adoptó Stalin. Kirov fue asesinado en 1934 para culpar a los adversarios de Stalin de su muerte. La historia indica que fue el propio Stalin quien lo asesinó por ser uno de sus más importantes competidores por el poder absoluto en el partido.

Los leninistas Zinoviev y Kamenev fueron condenados a la pena de muerte en el famoso primer Juicio de Moscú, en 1936, tras confesar conductas anticomunistas después de ser torturados y amenazados no sólo con su propia muerte sino con la de sus familiares. Otros 14 famosos bolcheviques murieron en ese proceso.

Durante el segundo Juicio de Moscú fueron fusilados Radek, Piatakov y Sokolnikov, y otros 17 "troskistas". Su lider, León Trotsky fue asesinado en México en 1940. Todos eran héroes de la Revolución y supuestamente algunos muy cercanos a Stalin.

Igual suerte corrió Nicolai Bukharin, líder del Partido en Leningrado, editor de Pravda e Izvestia, y Presidente de la Internacional Comunista. Fue torturado, juzgado y condenado a muerte durante el tercer juicio de Moscú, en el que fueron fusilados otros 21 líderes del círculo del poder comunista soviético.

La lista es interminable. Los millones de muertos de las purgas soviéticas no tienen mausoleo. No hay, como en Alemania o aún como en Cambodia (el Tuol Sleng), museos de la memoria que obliguen a recordar, que ayuden a evitar que esas historias de horror se repitan.

En nuestro hemisferio: algún día podremos comprender mejor lo que ha ocurrido en las cárceles cubanas. O en las cárceles venezolanas en las que, recientemente, una juez que liberó a un empresario antichavista, fue violada por sus guardias. O en las conspiraciones anti libertad de prensa que pululan en el hemisferio, contra Clarín en Argentina, contra todos los medios independientes en Ecuador.

La verdad termina apareciendo. A veces tarde, muy tarde. Pero siempre resurge de las cenizas. Como las víctimas de Stalin.

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