Carta a un ciudadano americano. El Camino de Santiago

Por los mismos días en que el Parlamento británico decía que no -o aún no- a una intervención militar en Siria, el útimo de los Templarios ofrecía una especie de misa campal en un pueblito en León, España.
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Por los mismos días en que el Parlamento británico decía que no -o aún no- a una intervención militar en Siria, el útimo de los Templarios ofrecía una especie de misa campal en un pueblito en León, España.

Vestido con el traje blanco marcado con la cruz octógona de la Orden del Temple (esa Orden creada por el Vaticano para proteger a los peregrinos a Jerusalén en tiempos de las Cruzadas y luego prohibida por el Vaticano por considerarla peligrosa), Tomás, un señor de unos sesenta años, nariz aguileña y una barriga prominente, autodenominado Guardían de Manjarín, rodeado por dos muchachos grandotes y mal encarados, sale de su enclave, observa los quince o veinte caminantes que nos agrupamos afuera y empieza su sermón. Ellos lo flanquean como guardaespaldas y miran de vez en cuando a la audiencia.

La audiencia es la clásica del Camino de Santiago. Mochileros europeos, alemanas de la tercera edad, americanos rozagantes y enormes, uno que otro peregrino católico y luego una mezcla de todo: coreanos, japoneses, colombianos, brasileros y, por supuesto uno que otro español.

Algunos se toman muy en serio las palabras de Tomás. Se persignan. Dicen Amén cuando él habla de las guerras, de la Virgen de Fátima y del demonio en el camino.

A nosotros nos han advertido. No lo tomen muy en serio. Y cuidado. Que a algunos peregrinos, a quienes no les ve suficiente espíritu religioso, los manda por caminos equivocados y se quedan días extraviados en el monte.

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Al mismo tiempo en que misiles guiados por sofisticados equipos controlados desde un portaaviones en el Mediterraneo se preparan para destruir los depósitos de armas de Asad -que bien lo merece pero mejor que lo sufra por una intervención multilateral- casi 300 mil personas recorren un camino que termina en la catedral de Santiago de Compostela donde, según cuenta una leyenda no muy creíble históricamente, descansan los restos del apóstol Santiago.

El Camino empieza donde uno quiera pero hay caminos de caminos y el Francés, el más utilizado, comienza en la frontera entre Francia y España. Para "ganar" la Compostela hay que caminar, al menos, los 100 kilómetros que separan a Sarria de Santiago, en las montañas de Galicia. Nosotros decidimos iniciar, por razones de tiempo, en León y recorrer 300 kilómetros hasta Santiago, a razón de unos 20 a 25 kilómetros diarios.

Esta página la escribo después de recorrer Villadangos del Páramo, Astorga, Rabanal del Camino, Molinaseca, Ponferrada, Villafranca del Bierzo, Vega de Valcárcel, O Cebreiro, Triacastela, Sarria, Portomarín y Arzúa. Escribo en una pensión en Arzúa. Algunas de estas ciudades o pueblos son bellísimos: León, Astorga, Rabanal del Camino, Portomarín. Otros son horrendos o al menos feos, pobres, tristes.

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Pero lo que importa es el Camino. Caminar todos los días. Bajo sol o lluvia. Buscando algo más profundo que la vida del IPhone o el Blackberry, de las llamadas de conferencia y los encuentros de aeropuerto.

"Busquen lo sagrado que llevan adentro", dice Tomás, el último de los Templarios. Es posible que esté un poco chalado pero algo de lo que dice tiene sentido.

En el Camino de Santiago no hay fronteras y las banderas, que las hay, no separan a los hombres sino que los unen. Hay una hermandad en el Camino que no necesita un idioma común porque ese lenguaje lo pone el mismo Camino, ese propósito común que une a gente tan dispersa, que la convierte en solidaria, generosa, austera, observadora.

Tom tiene 72 años y pasó por un reemplazo de cadera hace ocho meses. Su esposa tiene 68 años y camina a la par con él, jornadas más largas que las nuestras. Hella y su amiga Ilse, ambas de Berlín, tienen 79 y 75 años. Joviales y fuertes, la primera corre maratones y lee a Schiller en su smartphone y la segunda viaja por el mundo aprendiendo idiomas para no depender de nadie en la búsqueda de los caminos. Una coreana jovencita que tiene una sonrisa alegre siempre, camina al lado de un francés de Lyon, que lleva un mes en el Camino y que ha arrancado en Saint Jean Pied de Port, es decir, que caminará los 800 kilómetros y cuya edad debe superar los 60. Alex, de Connecticut, barrigón como el Templario, debe estar cerca de los 65 años y llega colorado a los pueblitos, donde se sienta, pide una cerveza y se hace amigo de todo el mundo.

Duele todo. Duelen los pies, duele la lluvia, duele el frío, duele la cuesta y duele la bajada, duelen las piedras del Camino y duele el orgullo porque no hay cómo no sentir que fallan las fuerzas, cómo no sufrir con el Camino.

Pero en ese peregrinaje se encuentra una humanidad lejana de los portaaviones, de las armas químicas, de las pequeñas ambiciones y de las mezquindades cotidianas. Es un mundo más simple. Un mundo que quizá no hayamos perdido del todo. Un mundo que nos hermana y nos une, con lo mejor y más profundo que tenemos.

En el Camino de Santiago no encuentra uno ni al Camino ni a Santiago de Compostela. Se encuentran un nuevo asombro, una feliz perplejidad, una fuerte hermandad con los demás, con los otros, un despertar de infancia, lleno de curiosidad y ajeno al afán y a la codicia, un placer con muy poco y una alegría indescriptible con la vida, con la simple vida.

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