Carta a un ciudadano americano: El dolor que nos une

He visto gente que muere de frío en Nueva York, Chicago, París. Miles de personas se ahogan en el mediterráneo o cruzando el corto trayecto entre Cuba y la Florida. Cientos de millones de latinoamericanos viven con menos de un dólar al día. Para no hablar de Africa Central o subsahariana.
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Hay que ser valiente para decir aquellas verdades que los radicales pueden usar en contra de uno.

Así lo fue Marie Harf hace pocos días, en una entrevista con Wolf Blitzer.

Harf, subvocera del departamento de Estado, tiene el aspecto de una estudiante del midwest recién salida de la universidad. Tiene 34 años, es rubia, usa gafas de montura grande y negra, se viste como una señora mayor, con trajes negros y collares señoreros, pero parece eso, una niña ingenua de Ohio.

"Ha dicho usted", pregunta Blitzer, "que los Estados Unidos no pueden salir de esta guerra únicamente eliminando a sus enemigos, que el país debe ir a las raíces del problema, que llevan a estos jóvenes, muchos hombres, algunas mujeres, a sumarse a ISIS o Al Qaeda o Al-Shabaab o cualquiera de esos grupos terroristas. ¿Nos puede dar una perspectiva de lo que quiere decir con eso?"

Harf tiene una maestría de la Universidad de Virginia en asuntos internacionales, empezó su carrera en la CIA como analista en temas de liderazgo en Oriente Medio y fue vocera de esa organización. Fue parte de la campaña de Obama y hace dos años fue nombrada Vicevocera (Deputy Spokesperson) del Departamento de Estado.

"Por supuesto", le responde a Blitzer. "No soy la primera persona en afirmar algo semejante. Muchos de nuestros comandantes, que han liderado la lucha antiterrorista han dicho lo mismo, es decir, que en el corto plazo, cuando hay una amenaza directa como la de ISIS, tomaremos acción militar directa contra los terroristas. Lo hemos hecho, lo hacemos en Iraq y en Siria. Pero en el largo plazo, tenemos que revisar la manera como combatimos las condiciones (sociales y económicas) que pueden llevar a la gente al extremismo. (...)"

Blitzer insiste maliciosamente: "¿Sugiere entonces usted que quizá si le conseguimos puestos a estos jóvenes podrían no convertirse en terroristas, correcto?"

"Bueno", dice ella, "yo pienso que esa es una burda sobre-simplificación de lo que digo. De lo que hablamos es de buen gobierno en países donde, cuando no lo hay, se crean vacíos y espacio de reclutamiento para los terroristas."

A Harf le cayó el mundo encima. La derecha de los Estados Unidos lleva diez días burlándose de ella. Muchos han usado el caso del conocido terrorista "Jihadi John", egresado de la Universidad londinense de Westminster para afirmar que no es un tema de falta de oportunidades sino de radicalismo islámico.

Pero lo uno no quita lo otro. El extremismo se alimenta de la ignorancia, de la pobreza, de la falta de oportunidades.

Los asesinos a sueldo de las casas de pique (sitios donde asesinan a la gente y luego la pican en pedazos) en el pacífico colombiano, las decenas de fosas comunes encontradas en México, en el proceso de investigación por el asesinato, dirigido por un alcalde, de 43 jóvenes estudiantes, en fin, la capacidad de reclutamiento que tienen las organizaciones criminales en Indonesia, Guatemala, Japón, China, los suburbios pobres de Los Angeles, se alimentan todos de condiciones de pobreza y falta de oportunidades.

Umberto Eco dice que vivimos en una nueva Edad Media. Barrios cerrados por muros con alambre de púas y concertinas, como castillos; traslados con guardaespaldas o en automóviles blindados, por las carreteras, como nuestros antepasados medievales que cruzaban los bosques europeos rodeados de guardias a caballo; y un resurgimiento de las batallas por una fe ciega y una mala interpretación de la ley de esta o aquella religión.

Marie Harf entiende algo central. Una estrategia mundial que consiste en promover el "sálvese quien pueda", no nos llevará a ninguna parte. Un mundo en el que hay más de un billón de personas que viven con menos de un dólar al día; 2.8 billones con menos de dos dólares al día y en el que más de un billón carece de acceso a agua potable, no es viable para nadie.

Yo vivo en un barrio de Bogotá en el que hay tecnología de siglo 21 pero a diez kilómetros la gente vive en el siglo veinte o diecinueve, y unos 30 kilómetros más allá es posible encontrar familias viviendo en condiciones del siglo quinto de nuestra era.

He visto gente que muere de frío en Nueva York, Chicago, París. Miles de personas se ahogan en el mediterráneo o cruzando el corto trayecto entre Cuba y la Florida. Cientos de millones de latinoamericanos viven con menos de un dólar al día. Para no hablar de Africa Central o subsahariana.

Hay días en que observo todo eso con los distantes ojos de la preocupación académica.

Y hay días, como hoy, en que siento como si yo, como si alguno de los míos, como si todos nosotros fuésemos ese piloto jordano quemado en las llamas por Isis, o el terrorista que decapita al cristiano copto con un sable o alguno de los cuatro niños asesinados en el Caquetá colombiano por un asesino a quien le pagaron 200 dólares para matarlos, como presión para que sus padres vendieran un lote que no costaba tres mil dólares.

Como si una parte mía, una parte esencial de mi alma, una parte de las personas que quiero, muriera también con cada uno de ellos.

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