Carta a un ciudadano americano. La máscara y el viaje

Los viajes son viajes interiores. El viajero que atraviesa una estación de tren o se baja de un avión en un aeropuerto a miles de kilómetros de casa, no es el mismo que subió al vagón o cerró el broche del cinturón de seguridad la noche anterior.
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Los viajes son viajes interiores. El viajero que atraviesa una estación de tren o se baja de un avión en un aeropuerto a miles de kilómetros de casa, no es el mismo que subió al vagón o cerró el broche del cinturón de seguridad la noche anterior. Algo muy profundo cambia porque algo muy pesado se queda en casa.

Los jungianos dirán que es la máscara, el yo, quien queda en casa, o al menos una parte de esa máscara que hemos construido para hacerle frente al mundo. En ese sentido, la sensación de libertad en los viajes no es sólo el abandono de las cadenas de la cotidianidad sino de las restricciones del ego.

El avión que nos lleva a otros destinos tiene la complicidad del inconsciente, que pretende liberarse de las amarras del lugar de origen. Es por eso que todo viaje es un viaje de aventura.

Si fuera posible vivir sorprendido los viajes tendrían menos importancia. Pero ante la Gran Costumbre, ese sueño pesado, el viaje libera y permite recuperar el asombro: nuevas calles, nuevo lenguaje, cielos limpios, tiempo libre.

El asombro del primer encuentro con el mar, con el perfil de Nueva York, con el aire húmedo del Caribe, con el olor de las calles de Roma, se parece al asombro del amor, del primer beso, de la primera caricia, de la primera noche de piel adolescente.

Aún sueño con paisajes de mis primeros viajes, a través de las montañas de los Andes, por la "carretera vieja", entre Bogotá y Fusagasugá, un pueblo de clima cálido, en el que temperaban los capitalinos. Veo las montañas escarpadas, los precipicios aterradores a un lado de la carretera, la neblina, el paso entre las nubes. Son más escombros de pesadilla que pedazos de sueño.

En mi casa había poquísimo dinero, y menos aún para viajar, pero un golpe de suerte había permitido que fuéramos a Coveñas invitados por una compañía petrolera así que la numerosa familia se embarcaba en unos relucientes aviones DC3 de la compañía que aterrizaban en la pista de Coveñas, en la que, durante la noche, perseguíamos conejos, o en aviones de la FAC que nos llevaban a Montería, donde unos jeeps destartalados y descapotados nos trasladaban a Coveñas, en el Golfo de Morrosquillo.

Aún soy capaz de oler los pueblos que recorríamos, cuando éramos niños, por las sabanas del río Sinú con su calor inclemente hasta que llegábamos cerca de Coveñas donde entraba el viento fresco del mar y aliviaba un poco el infierno.

Sé a qué olía San Antero, siguiendo el consejo de Kipling, quien decía que "lo primero que hay que hacer para entender a un nuevo país es olfatearlo".

Escribo mientras viajo. En trenes que parten de una estación y llegan a otra. En hoteles donde el tiempo transcurre de otra manera, más feliz, más ligera, más despreocupada.

Es cierto que una parte de la máscara se queda en casa, y con ella permanecen el peso de la historia y su transcurrir agitado. Allá los acontecimientos se mueven y nos mueven el alma como si estuviésemos atados de un pie a lo que ocurre: la guerrilla en Cuba dice esto o aquello y el lazo del secuestrado se aprieta o se suelta. Del tobillo sale una cadena invisible hacia la historia.

De viaje el ciudadano pierde su condición y se vuelve observador. Observo las terrazas y los balcones en Barcelona y veo cada vez más presente la bandera catalana. ¿Sentiría escozor frente a este ímpetu independentista si fuera madrileño? ¿Debo observar apenas, sin opinar, sin juzgar, sin entrometerme? Mañana habrá debate en el Congreso sobre la consulta independentista: ¿debería seguirlo?

Quien lee literatura de viaje es ya un viajero. Robert Penn, quien cuenta entre sus innumerables viajes uno en bicicleta por Galés en la noche, dice que empezó a leer el libro de viajes de Dervia Murphi, en el que narra su viaje a bordo de Rocinante, su bicicleta, de Dunkerke a Nueva Delhi, armada con una pistola calibre 25, en "una mañana gris, vistiendo un traje gris, rodeado por una muchedumbre de caras grises en el metro de Londres" y que, "unas paradas más adelante había tomado la decisión de abandonar su carrera de abogado y montar en bicicleta por el mundo".

Basta con los viajes. Me voy a ver los relojes derretidos de Dalí en Cadaquez. No veo mejor manera de explicar el placer del tiempo que se riega entre las manos, en abundancia, como la única verdadera riqueza que tiene el hombre, una que sólo es posible atesorar cuando se bebe a cántaros en el buen vaso de la vida.

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