Carta a un ciudadano americano. El malestar chileno

Neruda era una de esas personas que mantenía unidos a los chilenos hasta que la política los dividió para siempre.
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En la casa de mi tía Alicia hay un poema suyo, escrito con lápices de colores, signo de gratitud por unos días de generosidad como anfitriones y compatriotas. Mi padre, su hermano Julio y mis tías Silva Chereau, nacieron en Chile. Hijos de padre colombiano y madre chilena, la mayoría se fue a vivir a Colombia en los años 30, así que cuando Pablo Neruda iba de visita a Bogotá, pasaba por su casa o por la finca de mis tíos en Fusagasugá.

Yo nunca lo conocí, pero como todo lo chileno, Pablo Neruda tenía en mi casa la dimensión de los dioses olímpicos.

Con motivo del ascenso al poder por parte de Allende, la familia se dividió entre los que vivían en Chile y eran anti Allendistas y quienes vivían fuera y veían las cosas con otro lente.

Un primo hermano de mi padre, el general Schneider Chereau, comandante del Ejército, respetuoso de la Constitución, fue asesinado en 1970 por Patria y Libertad, un grupo terrorista de ultraderecha que se hacía pasar por un grupo obrero de izquierda, en una tentativa de secuestro que buscaba crear condiciones para evitar la llegada de Allende al poder.

Los debates políticos eran enconados.

Neruda era una de esas personas que mantenía unidos a los chilenos hasta que la política los dividió para siempre.

Yo leía a Neruda en la Facultad de Derecho pero me atraía más el Neruda del Canto General -el Neruda político- que cualquiera de sus poemas de amor. Me gustaba leer poemas rarísimos como El General Franco en los infiernos (España en el corazón, 1937):

"Quién, quién eres,
oh miserable hoja de sal, oh perro de la tierra,
oh mal nacida palidez de sombra.
(...)
Maldito, que solo lo humano
te persiga, que dentro del absoluto fuego de las cosas,
no te consumas, que no te pierdas
en la escala del tiempo, y que no te taladre el vidrio ardiendo ni la feroz espuma".

Poemas perfectos para lo que éramos entonces, estudiantes de derecho politizados, con una inclinación hacia la izquierda no revolucionaria, en la convulsionada vida colombiana de los años ochenta.

Pero había también otros poemas, más herméticos, que me entregaban una música secreta, como uno breve del Canto General (1950):

"De dónde soy, me pregunto a veces, de dónde diablos vengo, qué día es hoy, qué pasa, ronco, en medio del sueño, del árbol, de la noche, y una ola se levanta como un párpado, un día nace de ella, un relámpago con hocico de tigre" (El corazón Magallánico).

La voz de Neruda, en grabaciones que viajaban de emisora en emisora, llevaba su poesía a otro lugar, uno en el que poeta y poema eran más que el propio poema, se convertían en una salida del mundo aterrador de la adolescencia hacia las mujeres hermosas, la sensualidad, el amor, y la batalla política por ideales aparentemente alcanzables.

La primera vez que estuve en Chile fue en 1988. Fui como enviado especial del diario La Prensa, a cubrir el plebiscito chileno en el que que triunfó el No. Es evidente que la derecha fue sorprendida por un resultado que no esperaba, pero lo que viví yo esos días no fue la depresión de la derecha, sino la inmensa alegría de un pueblo que quería pasar la página de la dictadura y recuperar el proceso democrático. Era el mes de los circos en Chile y todo el país parecía un circo, un hermoso circo de primavera en el que un pueblo celebraba su liberación pacíficamente.

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He visitado Chile muchas veces desde entonces, desde hace algunos años como ciudadano chileno. Sigo los procesos políticos de ese país con interés y admiro la manera como esa sociedad -a veces tan conservadora, tan machista, tan jerárquica- va resolviendo problemas que en el resto de América Latina parecen insolubles.

Sin embargo los chilenos a veces no se ven a sí mismos con ese lente. Basta con decirle a un chileno, "¡cómo van de bien ustedes!" Para que éste conteste "no, mire usted, si no vamos tan bien...figúrese que ayer no más el ministro tal dijo esto o aquello, etc., etc."

El Chile de Neruda ya no existe. El país hoy es el del consenso de Washington aún entre aquellos que lo rechazan. Y la fórmula, aunque algunos no lo acepten, ha funcionado. Unos ajustes aquí y allá, en las prioridades del gasto público, y los problemas de desigualdad deberían empezar a solucionarse. Chile vive un gran momento con un inexplicable sentimiento de desasosiego.

Me pregunto si ese desasosiego tiene algo que ver con un fenómeno que empiezan a vivir algunos países en la región: el ascenso de los billonarios al poder.

Sin importar las verdaderas intenciones de un presidente billonario, no hay política pública que no termine afectando sus intereses, dado que sus tentáculos son tan abundantes y extensos.

El debate político hoy en Chile gira hacia el manejo que hizo Piñera de su fortuna mientras ejerció la Presidencia. ¿Era realmente ciego el fideicomiso en el que puso sus dos mil quinientos millones de dólares? ¿Lo beneficiaba la política pública? ¿Las tres pantallas que tenía en su oficina en La Moneda, eran de Bloomberg? ¿Podía él acceder a sus inversiones desde allí?

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Esos debates estériles -inevitables cuando el presidente saliente es un billonario- no deberían empañar las tareas de gobierno. El contraste entre los hombres más ricos del mundo y los ciudadanos del común no debería exponerse ofensivamente en vitrina con el acceso de estos al poder político.

La malaise chilena no debe servir para desandar el buen camino recorrido sino para enderezar las desigualdades sin echar mano del populismo kirchnerista o chavista que tanto daño le ha hecho a buena parte de América Latina.

La incursión de los billonarios en la política latinoamericana, como lo fue la de los poetas, ha sido desafortunada. Pero quizá la de los poetas haya sido en general más o menos inofensiva. La de los billonarios traerá consigo rencores perdurables.

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