Carta a un ciudadano americano. Los libros y el escape

Mientras la nave familiar atravesaba fuerzas ciclónicas, quiebras económicas, divorcios y colapsos, la literatura me abría una puerta de escape.
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Desde muy pequeño fui salvado por la literatura.

Aunque en casa había una biblioteca razonable y mis padres leían, la lectura no era una pasión o, al menos, no una que superara otras, incluyendo en el caso de mi padre la pintura que fue su verdadera pasión y a la que llegó tarde en la vida.

La encontré y fue mi tabla de náufrago.

Mientras la nave familiar atravesaba fuerzas ciclónicas, quiebras económicas, divorcios y colapsos, la literatura me abría una puerta de escape.

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Tenía once años cuando empecé a devorar, primero los libros de la biblioteca de la casa y luego, de la del colegio. Como buen devorador no fui en esos años un lector de buen gusto sino uno voraz.

Mi mente de adolescente -esa edad en que uno es un viejo cargado de recelos, dice Benedetti- volaba igual con bestsellers de Irving Wallace, León Uris o Frederic Forsythe, que con los primeros libros del boom latinoamericano que encontré, o aún con los clásicos, en particular con los rusos que, con su ambiente sombrío, se parecían a mi adolescencia sombría.

Me enamoré de Alejandra Vidal Olmos, en Sobre Héroes y Tumbas, la gran novela de Sábato, y sufrí con Martín. Recorrí París de la mano de La Maga y Oliveira. Conocí el Caribe al mismo tiempo en el Golfo de Morrosquillo, insolado, y en Aracataca, fascinado.

Leí libros gigantescos y difíciles como Terra Nostra, de Carlos Fuentes, del que recuerdo apartes pero sobre todo la música que oía mientras lo leía (Supertramp), o como Paradiso de Lezama Lima, y libros breves y conmovedores como La Cruzada de los Niños o Concierto Barroco.

La adolescencia transcurrió en la calle. No habría podido adivinar el destino de mis amigos de entonces: un poeta, un cellista, un diplomático (que murió hace cinco años, este mes), un piloto de avión, un pintor, un abogado.

Pero quizá la manera de observar el mundo reúne a las personas de maneras menos arbitrarias de lo que uno piensa. No hay en ese grupo alguien que luego haya sido un matón reconocido, un caballero de industria, un político profesional, un agiotista.

Creo que el asunto de tener poco dinero igualaba a unos y a otros de manera que el tránsito a la literatura, al arte, a las humanidades, era apenas obvio.

Lo que entonces era una tabla de náufrago hoy es una balsa un poco más grande, donde caben familias enteras, la gente se puede sostener y hay goce a pesar de las dificultades.

Pero en la literatura no aprendí solo de amor, de la importancia de vivir de cara a la muerte y no de espaldas a ella y de la maravilla de la vida y la riqueza interior de los seres humanos. Aprendí otras cosas.

Una de ellas tiene que ver con leer el comienzo de los malos tiempos.

Zweig, en su autobiografía triste (El mundo de ayer), narra una época así. Cuando la desconfianza entre todos abre la puerta de los monstruos más tremendos y pone en marcha dinámicas que sólo terminan diez, veinte años después, causando estragos y dejando a millones en la pobreza.

Aunque soy, por naturaleza, optimista, no puedo sino ver señales tremendas, atisbos de un desastre que me da la literatura en lo que se conoce sobre el espionaje entre naciones amigas.

Quizá quien mejor lo explica es Ángela Merkel. Recientemente volvió sobre el tema del espionaje de agencias de inteligencia de EE.UU. del que fue víctima, para decir que el problema de una decisión como aquella es que destruye lo más preciado que hay entre naciones amigas que es la confianza.

Hace unos meses una amiga me contó que un amigo suyo estaba muriendo de cáncer y que le había recomendado una novela. "Es la mejor que he leído", le dijo. Se trata de una novela escrita por el hijo de quien fuera el jefe del partido fascista británico, Oswald Mosley. Sus dos hijos fueron escritores pero Nicholas es particularmente bueno. Supongo que ambos vivían avergonzados de su padre.

La novela se llama Hopeful Monsters. En ella una niña alemana se hace amiga de un niño inglés con quien cruza cartas desde los años 30 hasta los 50: toda la pre guerra y la guerra pasa por sus ojos, y con ella, y de la mano de sus padres respectivos, lo que sucede en sicología, política, filosofía y ciencia durante esos años.

En 1939 ella, que se llama Eleonora, le escribe a Max lo siguiente:

"Ángel mío, al parecer habrá una guerra -¿quizá de esa manera los humanos puedan llevar la pesada carga de sus contradicciones? Habiendo aprendido a distinguir entre el bien y el mal; habiendo aprendido además que el aprendizaje, la evolución, la bondad, tienen lugar como resultado del ensayo y el error, y de una enorme cantidad de desperdicio, ¿por qué no habrían de estar destinados al desperdicio? ¡Qué lógica, qué placidez, en este extraño planeta! Practicar. Experimentar. ¿Es esa la manera de llegar a ti, Angel mío? Aquí el verano ha terminado. El Anciano Hombre Sabio y su mágico Aquelarre se han ido más allá de las colinas.

Con esto quiero decir que el profesor Jung ha completado sus seminarios sobre los "Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola", y que su conferencia en Ascona este año será sobre "El simbolismo del resurgimiento de las religiones de todos los tiempos y lugares".

¡Estas metáforas! Nos recuerdan que el lenguaje es apenas un intento de disparo contra la realidad. En realidad, ¿estoy en contacto contigo? Me han contado de un experimento en el que llevas a una gata y a su hijo y los separas y luego, si matas al gatico, por ejemplo en Australia, la mamá gata en Europa, atada a instrumentos sonoros adecuados, experimentará señales inmediatas de perturbación.

Yo estoy triste. Estoy sola. ¿Tu eres feliz? Estoy sentada en un embarcadero y miro al lago. Imagino una mano con una espada emergiendo del agua, con un mensaje en ella: ¿llamas a esto la realidad?"

Tiempo después ella recibe una carta de su padre, a quien no ve desde hace tiempo.

"Mi amada Leni, vi a tu madre brevemente antes de que muriera. Cuando fui arrestado pregunté si podría ser detenido en Sachsenhausen, dado que allí, creía yo, estaba ella. Entonces me dijeron que podrían hacerlo si era clasificado como Judío y yo dije que estaba de acuerdo. En Sachsenhausen los hombres y las mujeres viven en lugares separados pero pude ver por momentos a tu madre. Estoy casi seguro que me vio y que sabía quien era yo. Había sin embargo buenas razones para que ella no mostrara señales de reconocerme.

Cuando no volvió a aparecer pregunté aquí y allá y me dijeron que había sido llevada al hospital del campo de concentración. Luego me dijeron que había muerto. Creo que esta información era confiable. Quería decirte esto, mi amada Leni, porque ahora debemos mirar hacia el futuro. Entenderás lo que quiero decir. La era del sacrificio ha terminado.

Tiene que haber, creo yo, un nuevo respiro. Los hijos de la luz tendrán que ser sabios como serpientes: más sabios que los hijos de la oscuridad. Creo que podré enviarte esta carta con Franz. Confía en lo que digo. Tu padre que te ama".

Eso era Mosley.

Zweig, quien abandonó Alemania y luego Austria y Suiza para ir a Estados Unidos y luego a Brasil, estaba seguro de que los Nazis ganarían la guerra. Durante su paso por Estados Unidos prefería no hablar de ellos y vivía aterrado por su persecución. Se suicidó en Petrópolis, con su esposa, en 1942, brevemente después de conocer el ataque a Pearl Harbor.

Thomas Mann en cambio, sentía que él representaba la cultura alemana y no los Nazis, los atacó duramente desde Estados Unidos y siempre fue optimista del triunfo de la civilización sobre el horror. Murió en Zurich, a los 80 años, en 1955.

Deberíamos siempre preguntarnos a cuál de los dos nos parecemos.

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