Carta a un ciudadano americano: El aprendizaje autoritario

En pocos meses los electores de los Estados Unidos decidirán si le otorgan cuatro años más a Obama, el primer presidente afro descendiente en la historia de ese país, o lo cambian por Mitt Romney, quien sería el primer presidente mormón. Supongamos que gana Obama. A nadie se le ocurriría que, días después de su reelección, un "grupo de amigos" suyos empezara a conspirar para cambiar la Constitución para abrirle paso a una segunda relección -es decir a un tercer periodo- y que él, a su vez, pusiera a disposición de esa aventura, todo el aparato del Estado.
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View of a bundle of $100 bills lying on the counter at the 'TT Foreign Exchange' Bureau de Change, on Oxford Street in London.
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En pocos meses los electores de los Estados Unidos decidirán si le otorgan cuatro años más a Obama, el primer presidente afro descendiente en la historia de ese país, o lo cambian por Mitt Romney, quien sería el primer presidente mormón. Supongamos que gana Obama. A nadie se le ocurriría que, días después de su reelección, un "grupo de amigos" suyos empezara a conspirar para cambiar la Constitución para abrirle paso a una segunda relección -es decir a un tercer periodo- y que él, a su vez, pusiera a disposición de esa aventura, todo el aparato del Estado.

La democracia en los Estados Unidos opera con un buen balance de pesos y contrapesos entre los poderes públicos que irrita a todas las partes pero que funciona muy bien.

Es cierto que la Corte piensa que el Ejecutivo interviene en sus asuntos y el Ejecutivo se molesta con una Corte ultraconservadora que a veces no le pasa sus iniciativas. Lo mismo sucede con el legislativo: manda mucho y cuando las mayorías pasan del partido de gobierno al partido opositor, el tren frena casi en seco. A la vez, en temas de intervenciones en el extranjero, el legislativo suele molestarse con la Casa Blanca porque no pide los permisos del caso o porque no entrega los documentos para fiscalizarla.

Pero el balance existe y en ese balance la democracia funciona. Nadie cierra periódicos, el Presidente no demanda penalmente a los directores de medios ni les impone multas multimillonarias a su antojo, no viaja del país sin permiso del Congreso, no oculta la realidad de su salud a los ciudadanos y los gastos oficiales son transparentes.

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Lo cierto es que en América Latina eso no sucede del todo.

Los autócratas van aprendiendo.

Ahora aplican el sistema de dictaduras democráticas.

¿Cuáles son las armas de una dictadura democrática?

Aplastar o amenazar a los medios de oposición. Estatizar los medios. Abusar de ellos.
Tomarse a las Cortes.

Buscar instrumentos para reelegirse indefinidamente.

Usar los poderes expropiatorios para atemorizar a los empresarios o perseguirlos con las autoridades tributarias.

La lección aprendida es fácil: mientras tenga apariencia de democracia, no importa cómo aplasto a mis adversarios.

Hoy hay millones de ciudadanos en el mundo que viven en esas condiciones sin que a nadie le importe gran cosa. Esto se debe a que el diálogo entre las naciones está hoy atravesado por la cobardía y, por qué no decirlo, por el intercambio de votos en los organismos multilaterales para tapar los pecados de unos con los votos de los otros, y viceversa.

En América Latina la dictadura democrática no es la norma general. Pero se está haciendo cada vez más frecuente ver en la región a pequeños dictadores soberbios, con credenciales democráticas relucientes, a pesar de la Beretta de 9 milímetros, sea en el cinto o en el cerebro.

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*Miguel Silva, colombiano, fue Secretario General de la Presidencia de Colombia y fundó la revista Gatopardo. Es periodista y consultor en comunicaciones estratégicas.

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