Carta a un ciudadano americano. Barrio rico, barrio pobre

Recientemente leí en alguna parte que el factor más determinante para la estabilidad y la seguridad de los ciudadanos de los Estados Unidos no es su economía, ni la capacidad de sus sistemas judiciales o de policía sino México.
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En el año 2000 regresé a Colombia luego de vivir cinco años en Washington DC, trabajando en consultoría política para SS&K, una firma de Nueva York que aún existe y que, en dos oportunidades, creó la estrategia para jóvenes votantes para el Presidente Obama.

En esa época Colombia ostentaba varios primeros puestos, poco honrosos. Tenía el primer lugar en secuestros en el mundo (unos 3 mil 500, el 70% de todos los secuestros del mundo), uno de los primeros en muertes violentas (la principal causa de muerte de los hombres entre 17y 50 años era el homicidio y morían 35 mil personas al año por violencia), y una guerrilla financiada por el narcotráfico controlaba una parte importante del territorio nacional.

Como llegué contratado por Semana, la revista semanal de noticias, el tema de seguridad no era menor. Sin embargo, dado que teníamos tres hijos que en ese entonces eran menores de 10 años, decidimos irnos a vivir en una casa arrendada en una especie de suburbio, entre las montañas orientales de Bogotá, rodeada de árboles, con el ruido de una cascada cercana, y sin presión urbana de ninguna clase. Aún así, mi oficina quedaba a unos veinte minutos de la casa.

La casa no quedaba en realidad en un barrio. Es un grupo de casas construidas sobre un terreno que asciende de los 9 mil a los 10 mil pies de altura entre bosques de pinos y que usan agua natural que nace en la montaña.

Al lado de ese terreno, hacia arriba, quedan dos barrios en los que vive gente muy pobre. Las diferencias de ingreso entre los dos barrios, el "suburbio" y San Isidro y San Luis, como se llaman esos barrios, eran y siguen siendo abismales.

Esto era un espejo de la realidad nacional. Colombia tiene 44 millones de habitantes, de los cuales poco más de un tercio vive en situación de pobreza, es decir, con más o menos un dólar al día. El PIB per cápita nacional es de poco más de 7 mil dólares (similar al de Suráfrica para dar un ejemplo, o la mitad del de Chile). La capital, Bogotá, tiene 8 millones de habitantes. La clase media, que en América Latina creció en la última década de 100 millones a 155 millones de personas, creció también en Colombia: hoy son casi 15 millones de colombianos los que conforman la clase media.

Estando fuera de la ciudad, la noche de 31 de diciembre de 2000, unos asaltantes entraron a nuestra casa y se llevaron todo lo que tenía algo de valor. Vivimos allí -no sin algo de paranoia- hasta 2002, año en que regresamos a Estados Unidos por un breve periodo de tres años.

Supe que recientemente hombres armados con ametralladoras entraron a una casa del mismo barrio, amarraron a los ocupantes de la casa y llevaron a cabo un robo masivo, aunque incruento.

He oído decir muchas veces que pobreza e inseguridad no tienen por qué estar ligados. Hay países muy pobres que tienen índices de violencia muy bajos y países ricos que tienen apreciables índices de inseguridad ciudadana. El debate sobre violencia y criminalidad no debe quedar amarrado a un debate sobre condiciones objetivas de pobreza.

Pero tampoco totalmente desamarrado.

La miseria, y el contraste permanente con su contraparte, la riqueza, son detonantes de tensión social evidentes.

¿Qué tiene que ver esto con los Estados Unidos, un país que tiene un ingreso per cápita de 48 mil dólares, de lejos la más importante economía mundial?

Recientemente leí en alguna parte que el factor más determinante para la estabilidad y la seguridad de los ciudadanos de los Estados Unidos no es su economía, ni la capacidad de sus sistemas judiciales o de policía sino México.

Así no más. México.

México tiene 10 mil dólares de ingreso per cápita, es decir cuatro veces menos que EEUU. Ellos, los EEUU, son la principal economía mundial. México es la decimocuarta. Su Producto Interno Bruto es 15 veces menor que el de su vecino.

No hay manera que la economía del primero no atraiga, todos los días del año, a los ciudadanos mexicanos que no encuentran oportunidades en su país. La inmigración no se resolverá ni con muros, ni con policías, ni con represión. Será cada día un tema más serio mientras las economías no se hagan más parecidas.

Pero supongamos por un momento que México quintuplica el tamaño de su economía y pasa a tener un PIB de un tercio de los Estados Unidos.

En ese caso la frontera de la inmigración se desplazaría al sur, a Guatemala.

Sumadas las economías de todos los países de Centroamérica, no llegamos a un 15% del actual PIB mexicano.

De modo que puede que la solución esté en el mayor crecimiento de la economía mexicana pero no toda la solución esta allí.

Al sur puede haber una respuesta.

Las economías de Colombia, Venezuela y Perú equiparan la de México. Crecer esas tres economías y convertirlas en una turbina adicional al crecimiento económico regional, sumarlas como fuente generadora de empleos regionales, no sólo nacionales, debería ser un propósito hemisférico.

Y esto depende en buena medida del barrio más rico de todos.

Por eso es urgente que los Estados Unidos empiecen a mirar a sus vecinos con una actitud diferente.

Somos sin duda fuente de problemas, pero somos, también sin duda, la mejor manera de encontrar una solución a sus líos más apremiantes.

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