El jefe de jefes

La primera vez que entré a un bar en Sinaloa y escuché a los Tigres del Norte interpretando "yo soy el jefe de jefes...", nunca tuve duda de a quien se refería. En el México del gobierno superado por la violencia, los capos adquieren tanta notoriedad que es fácil confundirlos con celebridades de la cultura popular. Ahora empiezo a estar confundido, y es que si Cuauhtémoc Blanco se corona con los Dorados, mi mente podría divagar, imaginarlo y dibujarlo como el verdadero jefe de jefes.
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El futbolista mexicano Cuauhtémoc Blanco, izquierda, recibe el premio nacional de deportes de mano del presidente mexicano Felipe Calderón el viernes, 20 de noviembre de 2009, en Ciudad de México. (AP Photo/Claudio Cruz)
El futbolista mexicano Cuauhtémoc Blanco, izquierda, recibe el premio nacional de deportes de mano del presidente mexicano Felipe Calderón el viernes, 20 de noviembre de 2009, en Ciudad de México. (AP Photo/Claudio Cruz)

cuauhtemoc blanco

En sus calles la seguridad es una mentira disfrazada de cotidianidad. Se vive con la certeza del presente, pero nunca con la del futuro. La muerte es tan común que para silenciarla se escucha música banda a todo volumen y a toda hora. Cada quincena, en un ranking tan sistemático como el pago a un burócrata, compite por el primer lugar en ejecuciones a nivel nacional. Celebra la plata por no haber conseguido el oro en baños de sangre, y es que cada número arriba o abajo equivale a más o menos vidas humanas. El de Sinaloa es un juego diario a matar o morir.

Sus dominios son un campo de exterminio para los débiles. Allá puro jefe de jefes y los que trabajan bajo sus órdenes. En su tierra no hace falta el silencio que tape el sol con un dedo. El dominio del narcotráfico es tan grande que es una verdad descarada, un hecho contundente al que o te adaptas o mejor te vas, si es que puedes. Las balas son como el día y la noche, es cuestión de tiempo para que vuelvan a presentarse.

Se rige bajo sus propios códigos y creencias. A Jesús Malverde, un bandido de estilo ranchero con pelo castaño, ojos tan negros como la noche y un bigote más mexicano que el nopal lo adoptaron como santo aunque la iglesia católica se opusiera. En su pasado, nunca comprobado pero dicho tantas veces que se ha convertido en verdad, se cuentan robos a millonarios para repartir fortuna a los pobres. Un Robin Hood mexicano en vida que ya canonizado en la cultura popular sinaloense se transformó en protector de narcotraficantes al haber atendido las plegarias de Raymundo Escalante, quien según la historia, había sido descubierto por su padre, Julio, realizando negocios sin su consentimiento, por lo que éste ordenó el asesinato de su hijo. Herido de bala y entregado a la voluntad del mar, Raymundo lanzó plegarias suplicando salvación a Jesús Malverde. Cuando la esperanza se agotaba tanto como agua en el desierto, apareció un pescador para salvarle la vida. Desde entonces, los más grandes capos se le han entregado con el más profundo de los respetos. A veces en persona, otras tantas a través de bandas que le cantan afuera de su capilla como agradecimiento por una operación exitosa.

Para completar el cuadro de excesos y colores, sus mujeres son tan bellas que sus calles parecen una pasarela. Altas, delgadas y de cuerpos espectaculares. Una tentación tan grande como un pacto con el diablo, y es que ahí a las mujeres hay que mirarlas con recato, como joya en una vitrina. Se vale mirar, de reojo, como no queriendo, pero no tocar. Nunca se sabe con quién andan o, mejor dicho, a quién pertenecen. Allá el fuego te encuentra incluso antes de jugar con él.

De ahí es Teresa Mendoza. Cabrona entre las cabronas, o quizás como todas, sólo que con más poder. Y es que aunque se trata de una invención de Pérez Reverte, es tan real que ahora mismo puede estar caminando por el centro de Sinaloa. O corriendo la misma suerte que Susana Flores, Miss Sinaloa de 22 años que, como la Reina del Sur, era novia de un sicario, sólo que ella no pudo reaccionar ante la certeza de que la iban a matar. Murió acribillada hace unas horas por el fuego cruzado que también abatió a su novio.

Narcotráfico en México

En Sinaloa, tres son los equipos de renombre. El primero se burla del lenguaje de las crónicas deportivas para otorgarles literalidad. El Cartel de Sinaloa se debate a diario entre la vida y la muerte comandado por el "Chapo" Guzman, de los pocos mexicanos que convive con Slim como uno de los hombres más ricos del mundo. El siguiente es de sangre tan caliente como la pelota. Los Tomateros de Culiacán son una de las más grandes tradiciones del béisbol mexicano. El segundo equipo más ganador de la Liga Mexicana del Pacífico y dos veces Campeones de la Serie del Caribe. Los últimos son de reciente creación, y aunque no aparecen ni aparecerán en una lista como la de Forbes, ya tuvieron entre sus filas a Pep Guardiola, que no es poca cosa, y hasta le consiguieron clases particulares de táctica y estrategia con Juan Manuel Lillo para servir como prólogo involuntario y cómplice intelectual del best seller catalán que hoy extiende Tito Villanova.

Pero la de Guardiola es una historia fina en exceso para Sinaloa. Pep se expresa demasiado bien, viste con ropa de diseñador y jugó muy poco como para ser algo más que una de esas anécdotas que los abuelos le cuentan a sus nietos. No es en toda forma el arquetipo sinaloense. Un equipo como Dorados y una afición como la suya busca otro tipo de atributos. Ellos quieren un macho orgulloso de serlo. Un cabrón que gane por las buenas o por las malas. Un mujeriego empedernido que marque su territorio como perro orinando en una esquina. Un auténtico chingón. Y entonces, como por arte de magia o capricho del destino, sale de la chistera Cuauhtémoc Blanco. Tal para cual.

Cuauhtémoc es un ídolo mal visto. Es el último gran ejemplar del viejo prototipo de crack mexicano. Explosivo como un toro, burlón como una hiena, provocador como un político de izquierda. Se le admira, aunque muchos renieguen de él porque consideran que el folclore de las estrellas balompédicas de antes era, o es en su caso, irresponsabilidad. Si bien la globalización ha llevado a la afición a exigir jugadores tan diplomáticos como "Chicharito" o hasta metrosexuales como Márquez, es un engaño a la mexicana. En el fondo siempre habrá una inclinación psicológica hacia el antihéroe, hacia el que triunfa pese a sus excesos, como Blanco o como Julio César Chávez, hacia el que todos queremos, aunque sea pedote, como dijera Javier Aguirre.

El "Temo", para cumplir con el requisito culichi del alias, llevó a México a un Mundial por sus pistolas. Patentó una jugada tan pícara como sus bromas en las concentraciones. Anduvo y anda con cuanta celebridad quiere sin que ser feo y jorobado se lo impida. Le importa poco si están con él por su dinero o por su fama. Tiene tanto que puede compartirlo. Gasta en discotecas, en viejas, en botellas de alcohol y en alimentar esa barriga que de a poco se ha ido volviendo prominente. Es calvo y ya roza los cuarenta. Y pese todo, con ese himno a la catástrofe del manual de un futbolista sobre su cuerpo, aparece impertérrito en el trono. Ha comprendido que lo suyo, como ejecutivo de empresa, no es hacer, sino delegar. Recibe la pelota, mira el panorama como meteorólogo, y la manda a un compañero o a guardar en el arco contrario. Siempre sabe qué hacer con ella a pesar de su cuerpo abotargado.

La primera vez que entré a un bar en Sinaloa y escuché a los Tigres del Norte interpretando "yo soy el jefe de jefes...", nunca tuve duda de a quien se refería. En el México del gobierno superado por la violencia, los capos adquieren tanta notoriedad que es fácil confundirlos con celebridades de la cultura popular. Ahora empiezo a estar confundido, y es que si Cuauhtémoc Blanco se corona con los Dorados, mi mente podría divagar, imaginarlo y dibujarlo como el verdadero jefe de jefes.

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Mauricio Cabrera es articulista de La Ciudad Deportiva.

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