El odio a flor de piel

Cuánta razón encierran estas sencillas palabras y, sin embargo, que difícil le resulta a la sociedad aceptarlas. Más allá de nuestra envoltura, todos los seres humanos somos esencialmente iguales, con los mismos temores, sueños e ilusiones.
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Hace 20 años, cuando estaba recién llegada a Estados Unidos y trabajaba para la desaparecida estación de radio La Voz en el condado de Orange, me tocó cubrir los disturbios raciales que estallaron el 29 de abril de 1992 en Los Ángeles, a raíz del veredicto de inocencia contra los policías acusados de golpear a Rodney King.

Al día siguiente de esa fatídica fecha, mi compañero de trabajo José Luis Sedano y yo nos subimos en una de las camionetas de la estación y enfilamos hacia Los Ángeles para informar a la audiencia sobre lo que ocurría. Cuando nos acercamos al área del sur centro, empezamos a ver con asombro cómo se levantaban densas nubes de humo negro sobre el horizonte. Provenían de las decenas de edificios y comercios a los que había prendido fuego la multitud enardecida.

Casi era de noche cuando llegamos hasta la zona del parque MacArthur, donde vimos cómo varios jóvenes, sobre todo latinos y afroamericanos, corrían con la mercancía que habían robado de los comercios aledaños, en su mayoría pertenecientes a coreanos, otros rompían cristales y lanzaban botellas contra los vehículos que pasaban junto a ellos. El caos era total. La escena me parecía no sólo dantesca sino propia de un país del tercer mundo, no de Estados Unidos, un país al que yo, recién inmigrada de México, me imaginaba estable y con un gran respeto de los ciudadanos por las leyes y las autoridades.

Mientras - en medio del desorden y la oscuridad - pasaba por teléfono el reporte sobre lo que ocurría frente a mis incrédulos ojos, alguien lanzó un proyectil contra la camioneta de la estación. No alcanzamos a ver quiénes fueron los agresores, pero por primera vez experimenté de cerca el odio y la furia incontrolable de unos grupos étnicos contra otros. Anglosajones, latinos, afroamericanos y coreanos enfrentados por su origen racial. Fue entonces cuando me dí cuenta, en toda su magnitud, del profundo racismo que todavía existe en Estados Unidos, a pesar de las luchas y de los innegables avances logrados por el movimiento de los derechos civiles.

Hoy, 20 años después, veo con tristeza que esos sentimientos persisten. El reciente asesinato del joven afroamericano Trayvon Martin a manos de George Zimmerman, un vigía de origen anglosajón y latino ha puesto nuevamente en un primer plano el asunto de las divisiones raciales. Miles de personas se movilizaron en todo el país para pedir la detención del vigilante por considerar que se basó solamente en un prejuicio racial para calificar a Trayvon de "sospechoso", lo que desencadenó el altercado que derivó en la muerte del afroamericano.

En la conferencia de prensa que tuvo lugar el día que las autoridades anunciaron que Zimmerman finalmente había sido acusado de homicidio en segundo grado, las declaraciones que más me impactaron fueron las de la madre de Trayvon, quien al agradecer porque finalmente se había hecho justicia, manifestó su deseo de que este país supere sus diferencias raciales. "El corazón de las personas no es negro ni blanco, simplemente es rojo", subrayó.

Cuánta razón encierran estas sencillas palabras y, sin embargo, que difícil le resulta a la sociedad aceptarlas. Más allá de nuestra envoltura, todos los seres humanos somos esencialmente iguales, con los mismos temores, sueños e ilusiones. ¿Por qué será entonces que nos empeñamos en diferenciarnos por cosas tan vanas como el color de piel?

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