Así como la mayoría de los mexicanos tenemos uno o varios familiares trabajando en los Estados Unidos, también muchas personas --debido a los altos índices de migración dentro del país-- tenemos la fortuna de conocer a un oaxaqueño o oaxaqueña. Y de esta suerte es como hace seis años, por unos y otros cauces, nos enteramos del movimiento popular que exigía la caída del entonces gobernador de aquella entidad, Ulises Ruiz.
El conflicto duró más de seis meses y tanto la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) como la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) documentaron y reconocieron a más de 500 víctimas directas de graves violaciones a los derechos humanos. Asesinatos, desapariciones forzadas, tortura y violaciones sexuales, por mencionar sólo algunas. En todas, el Estado ocupa el centro de la responsabilidad. Ya sea porque sus fuerzas policíacas y militares fueron las ejecutoras de tremendas violaciones o porque --en último de los casos-- el Estado es responsable de las violaciones a los derechos humanos que sufran las personas que se encuentran bajo su jurisdicción.
Hoy, la reciente contratación del colombiano Óscar Naranjo como asesor externo del presidente electo, Enrique Peña Nieto, augura la continuidad sexenal de "la guerra contra el narcotráfico". Mientras, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha evidenciado el cúmulo de agravios, de víctimas y de injusticias desprendidas de dicha guerra, así como el vínculo cupular que existe entre los delincuentes y las autoridades, con cifras no oficiales, que según la cuenta de algunos ya remonta los 90 mil muertos.
Ante la permanencia de este escenario, se coloca con apremio la siguiente pregunta: ¿Qué va a pasar con las víctimas que ya están, y qué va a hacer el Estado con aquellas que desafortunadamente producirá? Ante el inevitable atropello que se avecina y la constante violación a los derechos humanos, el Estado debe investigar e identificar a los responsables e imponerles sanciones, pero no sólo eso. También tiene el deber de asegurar a las víctimas una adecuada reparación del daño.
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Para el caso de Oaxaca, el actual gobernador Gabino Cué, firmó un decreto de reparación integral del daño para las víctimas del conflicto. Sin embargo, la Coordinación para la Atención de los Derechos Humanos, encargada de llevar a cabo el decreto, mantiene una falta de seriedad en el cumplimiento de su mandato. No ha hecho más que esperar a que las víctimas elaboren propuestas sobre cómo quisieran ser reparadas. Su "estrategia" es ajustar esas propuestas a "lo viable, lo posible y lo real". Encubriendo así que el deudor es el Estado de Oaxaca, y que el deudor no puede asumir el papel de "hazle-como-quieras", sino que tiene que tiene el deber de remediar el daño que él mismo causó. De otro modo, las víctimas son continuamente sometidas a una revictimización por parte de las autoridades.
Entretanto, a nivel federal, la Ley General de Víctimas, que había sido aprobada en ambas cámaras de forma unánime, entró a la congeladora debido a que la SCJN tendrá que resolver la controversia interpuesta por el presidente Felipe Calderón.
En ambos casos queda pendiente que el Estado y sus autoridades muestren un compromiso verdadero con la situación de las víctimas. La reparación integral del daño constituye el último eslabón de la cadena de obligaciones de los Estados en materia de derechos humanos. Y sin la garantía de esta reparación, no existe una protección efectiva en esos términos.
Queda también en el aire, hasta que caiga la moneda, la pregunta sobre qué está dispuesto a hacer el Estado. Pero dentro del corazón, otra pregunta necia persiste: ¿Cuánto dolor más nos hace falta ver?