Una yonqui emocional

Vivimos en una sociedad que exige tanto la felicidad que parece no permitirte estar triste. Una sociedad que tiene prisa de amaneceres felices y no ve a la tristeza del desamor como lo que es: una forma de purga íntima.
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Conozco a una mujer que odia los domingos, no sabe decir que no, sale de fiesta más de lo que debe y siente animadversión por ese triángulo sofá-colchita-televisión en que se posan muchas relaciones amorosas.

Dice que la animadversión no es de siempre, es de ahora. Porque se cansó de ser una yonqui emocional y prefirió cruzar a la otra vereda, donde caminan las que se cansaron del amor. Las que ya no le creen nada a nadie y se prefieren solas.

La escucho cada tanto porque la veo con frecuencia. Cuando me pierdo en su lista de razones para no echar raíces, como ella le dice a las relaciones, le digo -para cortarla- que la experiencia es la maestra más estricta en el futuro y que el miedo resurge más de lo habitual cuando llevas los sentimientos cargados de costuras. Se que es duro tener que reconstruir el mundo más de una vez.

Y es que yo si soy una yonqui emocional y conozco a muchas iguales. Me entusiasma remontar el mundo cada tanto y marcar el inicio con una visita a la peluquería. Ese olor a cabellos quemados es señal de que vienen aires buenos y nuevos; porque siempre entendí la vida en dos dimensiones: la real y la imaginaria.

Nunca he comprendido una sin la otra. De hecho, cuando era pequeña la dibujaba en dos planos. Y de vez en cuando esos dos planos convergen. Como cuando pretendía leer noticias como Tania Tinoco y luego tuve un programa de radio con Diego Arcos. Mi pantallazo para decir lo que pienso se hizo real. Así mismo entiendo al desamor, desde una dimensión real y una imaginaria.

El imaginar que las cosas pueden cambiar es el primer paso para realmente cambiarlas. Todos somos el dejado en algún momento de nuestras vidas y una yonqui emocional sabe que puede llevar su existencia sonriendo o amargándose y escoge lo primero sin apuros.

Vivimos en una sociedad que exige tanto la felicidad que parece no permitirte estar triste. Una sociedad que tiene prisa de amaneceres felices y no ve a la tristeza del desamor como lo que es: una forma de purga íntima que te permite lavar tus penas para ponerte falda y tacón de nuevo. Especialmente cuando llevas días en pijamas.

Ser yonqui emocional no está mal. Es una cuestión de esperanza. Es cosa de valientes. Pierdes una final por goleada pero luego, después de limpiarte y maldecir en el camerino, te vuelves a poner el equipo y sales a la cancha. No pierdes la fe y aprendes a tener más claro lo que quieres, lo que das y lo que esperas.

Ya no juegas en posición adelantada y cuidas tu arco. Aprendes a reconstruirte, a reinventarte y a reintegrarte; a no aislarte en nombre del amor; a vivir de menos planes y más día a días; a que cuando se habla de dos debes empezar por ti; y, a que amar es un acto de libertad y hay que defenderlo aún cuando implica quedarte queriendo sola.

Una buena yonqui emocional (porque las hay malas) descubre que su primer proveedor de alegrías es ella misma y sabe que seguramente pasará por tristezas varias veces, pero que nadie le quitará las ganas de volver a amar. Ella cree en enamorarse hasta las trancas aunque le tome varios intentos que su vida imaginaria y la real converjan.

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