Vivo solo y soy soltero. Hasta hace algunas décadas, hubiera pensando que había caído una maldición sobre mí. Pero hemos evolucionado y hoy es mucho más sencillo de entender y aceptar.
Actualmente vivo en Nueva York, donde más del 30% de los apartamentos son habitados por una sola persona y, del resto, en sólo el 18% viven quienes se consideran parte de una familia tradicional. Es decir, un padre, una madre y al menos un hijo. Y estas cifras se repiten, con pequeñas variables, en las grandes capitales del mundo.
Los sociólogos tienen su teoría y los urbanistas otra. Pero detrás de todas ellas hay una realidad. Los seres humanos hemos empezado a hacer las paces con nosotros mismos y en estos días, vivir solos no implica estar solos. Es decir, hemos aprendido a estar con nosotros mismos. ¡Finalmente!
Cuando leo estudios que siguen este nuevo fenómeno, detallan que el vivir solo ha multiplicado la interrelación social. Es decir, que no nos apartamos del mundo, sino que creamos otro tipo de relaciones que seguramente tiempo atrás hubieran estado rezagadas para las eventualidades, como los amigos u otras relaciones más que, aún siendo ocasionales, hoy llegan a ser significativas. Por otro lado, se desmitifica el espacio donde vivimos como un templo familiar, para crear un espacio donde más personas son bienvenidas. O, en todo caso, hemos ido ampliando el concepto de lo que llamamos familia.
La intención de estas palabras no es afirmar que vivir solo es mejor o peor que en una familia tradicional. Solamente, abrir una ventana desde donde hoy nos podemos mirar desde un lugar diferente como seres humanos. Aprendiendo a sentirnos cómodos con ser, cada vez más, nosotros mismos.
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