Ya no somos humanos

El egoísmo. Lo que en nuestro entendimiento y pensamiento lógico parece ser la manifestación del instinto de autoprotección, termina siendo lo contrario; nuestra propia autodestrucción.
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El egoísmo. Lo que en nuestro entendimiento y pensamiento lógico parece ser la manifestación del instinto de autoprotección, termina siendo lo contrario; nuestra propia autodestrucción.

Yo trato de ser una persona práctica y para ser práctica tengo que ser en un grado un tanto egoísta. Soy práctica, pienso yo, siempre preparada y planificada, para que la vida fluya cómodamente sin mayores obstáculos o preocupaciones. Me organizo para protegerme de las frustraciones, para que todo esté en su lugar y pueda yo encontrarlo sin mucho buscar. Para sentir cierto confort si de surgir algún reto, saber que lo podré resolver.

Pero me encuentro viviendo en una sociedad que no considera lo práctico, en cómo sumar a lo bueno de la vida, en hacer de sus vidas más bonitas y más tranquilas. Las personas viven tan centradas en sí mismas, que en casos extremos se olvidan de que para vivir en paz o con seguridad dependen obligatoriamente de los demás. Porque nadie vive en una burbuja autosustentada con suministros eternos de comida, agua, calor y dinero. Todos coexistimos; los ricos, los pobres, lo blancos, los negros, hombres, mujeres, ancianos y niños. Todos vivimos mezclándonos e interactuando en el mundo cada día.

Sin embargo, me encuentro también viviendo rodeada de personas que lo que hacen es dañar el único espacio que tienen para vivir. Lo dañan con egoísmo e indolencia. Corrompen consistentemente su propio entorno y hacen su vida mucho más complicada e insegura. Viven irrespetando al prójimo, incumpliendo las leyes, restándole valor a la vida de los demás, haciéndose cómplices de las injusticias, matando la naturaleza, ensuciando el aire y la tierra. Y así la maldad va reproduciéndose como una epidemia. Cada día son menos las personas verdaderamente buenas, porque ser bueno en este mundo está visto que es sinónimo de ser pendejo o cuesta tanto trabajo que hasta el más bondadoso se drena, quedándose en la nada.

Pienso en estas cosas a diario, pero en días recientes las he pensado aún más. Vivo en la República Dominicana, donde hace mucha falta reflexionar a nivel privado y masivo sobre el egoísmo y la indolencia. Dos males de la fibra humana que en mi opinión provocan tragedias como las reveladas en el Hospital Robert Reid Cabral, el mayor hospital pediátrico del sistema de salud pública de la ciudad capital, donde murieron 11 niños en un período de 48 horas porque el sistema de oxígeno estaba dañado y no fue reparado. Una de las madres perdió sus mellizos, un niño y una niña, el mismo día. Yo que también soy madre de mellizos y me vi metida en la ropa de esa mujer, en sus zapatos, en su desesperación en esa sala de cuidados intensivos cayéndose en pedazos, en su sudor, en su agonía, mirando cómo a sus criaturas recién paridas se les acababa la vida. He tenido pesadillas.

El tema de la inopia y miseria en la que opera este hospital, que resulta ser el único recurso para las familias más desventajadas con niños en estado de gravedad, da para escribir volumen tras volumen de historias patéticas, de extrema pobreza. A raíz de esta tragedia, que resulta se repite semana tras semana, según los informes de su exdirectora Rosa Nieves Paulino, han salido ministros gubernamentales, diputados, activistas, ciudadanos conscientes y hasta el presidente Danilo Mejía y la vicepresidenta Margarita Cedeño a buscar culpables. Bien por ellos. Pero se quedan cortos.

Yo me atrevo a decir que la culpa es de todos. Sí, todos somos culpables de estas muertes. Porque ya no somos humanos.

Somos culpables porque vivimos discriminando contra el otro, sin reconocer que en realidad todos somos miembros de la misma raza humana: que más allá de las diferencias de origen, cultura, clase social, género, creencias y religiones somos todos de carne y hueso y que corre sangre por nuestras venas.

Cuando uno se ve primordialmente como HUMANO, llega a comprender que todos nos merecemos lo mismo; libertad, respeto a nuestra naturaleza, la preservación de nuestra integridad física y emocional, dignidad y la solidaridad del prójimo.

Cuando nos vemos como HUMANOS, es fácil identificarnos con nuestro prójimo, ponernos en su lugar, sentir empatía y el deseo de que su condición mejore. Yo no le hago a nadie lo que no me gusta que me hagan. Si mi prójimo sufre por algo, yo potencialmente también puedo sufrir lo mismo.

Cuando no es así, vivimos en el encierro y aniquilando el mundo poco a poco pero de forma significativa. No nos importa nadie ni nada que no seamos nosotros mismos. Nos movemos sólo para nuestro lado inescrupulosamente, nos olvidamos del bienestar de los demás, incumplimos las leyes y el orden, nos sentimos el centro del universo con derecho a exigir, como buenos narcisistas.

En cambio si nos vemos como una cadena humana, compuestas por los eslabones que somos todos, es fácil ver cómo tenemos que aportar a la fuerza de la cadena, para que ésta no rompa por lo más débil.

En el caso de los niños fallecidos en el Hospital Robert Reid Cabral, yo veo aquí como problema primordial es el distanciamiento de su propia humanidad de todas las personas que componemos esta sociedad. Quizás por motivos de autopreservación, porque a nadie le gusta sufrir, pero en el extremo en que las personas con el poder y la capacidad de ayudar ya no sienten, no empatizan, trabajan desensitivizados ante el sufrimiento del prójimo. Muchos temen perder sus trabajos si se quejan o alzan la voz de alarma y protesta. Vemos que ya no somos humanos en la medida en que los gobernantes no asignan o se roban el debido presupuesto al sistema de salud social o no fiscalizan su aplicación. No somos humanos en la medida en que el pueblo vota por ellos en las elecciones sabiendo que se lo van a robar todo. No somos humanos en la medida que nadie clama por justicia y acción que sirva de algo.

Tenemos como sociedad que comenzar a rescatar de las garras de fatalismo a los más desventajados, que carecen de todas las oportunidades para ver una luz al final del túnel. Quien se engendra, nace y crece sintiendo que no tiene nada, no tiene por lo que luchar, no tiene nada que perder, no puede tenerle valor a la vida ni la propia ni la de su madre, ni la de un amigo. Poco le importa vivir. Poco le importa la vida de los demás.

Tenemos que rescatar a los que sí tienen recursos y poder del egoísmo y autocentrismo. Nutrir los valores de la solidaridad y la filantropía y la perseverancia del que tiene la capacidad de aportar.

Tenemos que reconocer la labor de los voluntariados, porque cuando un voluntario trabaja lo hace por amor al prójimo, pero también porque es práctico y quiere para sí mismo un mundo mejor. Al no deberse a otros intereses más allá que el de contribuir al bien común de la sociedad en la que coexiste, no teme a decir y hacer.

Pero tenemos que luchar contra la desmoralización hasta el más bueno. Puedo ver que hasta la persona con más bondad y ganas de dar, se sienta algún día que ya no puede más.

Tenemos que recuperar nuestra humanidad mirando desde nuestra propia naturaleza a la naturaleza de los demás con ojos de compasión y solidaridad.

Si no lo hacemos, estamos perdidos.

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