Me fastidian las mujeres vagas

He vuelto a tener cerca de mí a una mujer vaga. Sí, así como lo oyen, una mujer cuyo principio y fin en la vida es no hacer nada productivo. Busco y busco entre lo que ella me dice que hace a diario y no he hallado nada que valga la pena decir: ¡Qué bien, hizo algo que valga la pena!
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A estas alturas de mis columnas, yo creo que ustedes saben cuánto defiendo a las mujeres.

Me gusta reconocer su educación, sus luchas en el contexto de la desigualdad, su trabajo profesional y doméstico, sus aportaciones a nivel social y sus sacrificios por la familia. También me gusta respetar el derecho de toda mujer a un merecido momento de ocio y disfrute de su tiempo y sus intereses personales. Mi trabajo como escritora y observadora del mundo tiene mucho de recordarle a los demás lo que aportamos y valemos nosotras para la sociedad y para nuestras familias, aún cuando sectores enteros se empeñan en menospreciarnos. Yo tengo una misión y ésta es defender a las mujeres... a las buenas mujeres.

Pero ha vuelto a aparecer en mi espectro experimental y teórico la noción de una clase de mujer que, sencillamente, no puedo defender. Si bien mi primer encuentro cercano con este tipo particular de fémina se dio hace más de 15 años, ha sido recientemente que he entrado en contacto nuevamente con otra de sus encarnaciones y eso me tiene mortificada. No me gusta. Llevo días tratando de entender la naturaleza de su visión del mundo y su comportamiento y de encontrar alguna justificación para su conducta, sin tener mucho éxito. Veo a esta mujer, la pienso, la analizo, trato abordarla con justa perspectiva personal y social y no logro encontrar la paz con su existencia.

He vuelto a tener cerca de mí a una mujer vaga. Sí, así como lo oyen, una mujer cuyo principio y fin en la vida es no hacer nada productivo. Busco y busco entre lo que ella me dice que hace a diario y no he hallado nada que valga la pena decir: ¡Qué bien, hizo algo que valga la pena!

Verán. Mi conflicto con "la mujer vaga" se inició un día en que una buena amiga me dijo que se iba a casar con su primer novio, un chico inteligentísimo con el que estudiamos juntas en la escuela superior en Río Piedras, Puerto Rico.

Teníamos todos 22 años, recién cumplidos. Habíamos apenas terminado de estudiar nuestras carreras universitarias gracias a la ayuda de mamá y papá y, con diploma en mano, nos encaminábamos a independizarnos, a hacernos de una vida adulta propia y plena. Teníamos salud y juventud; pocas preocupaciones nos plagaban la mente, más allá de encontrar un buen trabajo con el que comenzar a nutrir nuestras respectivas carreras profesionales y nuestras cuentas bancarias. Teníamos la piel tersa, no teníamos arrugas, ni dolores en las rodillas o la hinchazón artrítica de los años maduros. No teníamos hijos que nos ocuparan los días con gripes y tareas y las noches con insomnio. Nuestros padres y abuelos eran jóvenes y tampoco representaban una responsabilidad mayor en nuestro diario vivir en familia.

Pensé yo que también compartíamos las debidas energías, los deseos y los sueños para "comernos el mundo" que teníamos por delante. Poseíamos a todas luces el potencial intelectual y económico de llegar muy lejos. Sólo teníamos que buscarnos un trabajo, devengar un salario que muy bien podríamos administrar cómodamente, para pagar las cuentas del hogar y hasta para comprarnos varios pares de zapatos. Podríamos ahorrar para adquirir una casa bonita en la que ver crecer una familia y, en unos años, educar a nuestros hijos para así continuar con la cadena natural de nuestra realización como mujeres modernas.

Al menos eso pensaba yo, pues ese era mi plan. Sin embargo, para mi sorpresa, mi amiga tenía otros planes.

"Chica, ¿vas a buscar un trabajo ahora que haya pasado el revolú de tu boda?", le pregunté yo ingenuamente, convencida de que estábamos en la misma onda.
"No, fíjate, he decidido que como Juan encontró tan buen trabajo, me voy a quedar en la casa", me contestó mi amiga de lo más oronda.

No era secreto para nadie que el futuro esposo gozaba de mucho potencial profesional y de crecimiento económico. "La casa está comprada y yo me voy a dedicar a estar en ella", añadió mi amiga.

"Pero ¿qué vas a hacer con tus días? Eres joven, ya terminaste de estudiar, no tienes bebés...", le compartí, contrariada. "Que yo sepa no te interesa cocinar, ni tampoco eres muy dada a practicar algún deporte, pasatiempo o a la labor voluntaria. Tienes quien te limpie la casa a diario, ¡no tienes ni ropa que planchar! ¿En qué vas a ocupar tu tiempo? ¿Acaso no es mejor aprovechar esta etapa de tu vida para iniciar una carrera, invirtiendo así en acumular experiencia. Piensa en el futuro."

Creo que a partir de esta conversación nuestra amistad se vino abajo. Me quedó claro que nuestras vidas iban por rutas completamente distintas.

Que conste, que con esto no estoy criticando a las mujeres, mis hermanas, que toman la decisión de ser amas de casa. Creo poseer un mínimo de inteligencia para evitar caer en ese gravísimo error. Luego de trabajar dignamente por años como periodista, ahora yo soy una de ellas, como lo fueron mi abuelas durante su época, como lo son algunas de mis queridas amigas. A todas nos considero mujeres trabajadoras, pues aún sin un trabajo fuera de casa, aún sin ganar un salario, raras veces nos sobra un minuto libre para "vaguear". Entre el esposo y los hijos, entre la cocina, la escuela, el supermercado y las visitas al pediatra, conozco de sobra la carga de trabajo que ocupa la vida de un ama de casa consciente de las necesidades de su familia.

Y ni hablar de las mujeres con todo esto sobre sus hombros, las que sí trabajan fuera de la casa, también han de ocuparse al 100% de su vida doméstica. A esas mujeres ocupadas, fajadas, interesadas en invertir positivamente en sus vidas, mujeres con gestión social, las que trabajan para el bien personal, familiar y común, las que piensan en que el futuro no es regalado, mis respetos totales. Las admiro.

Pero por eso es que el contraste de estas mujeres con la mujer vaga me es tan inaceptable. No concibo lo que para mí es la pérdida de tiempo, de oportunidades, de experiencia. No concibo cómo se puede ser joven, tener un título académico porque resultó cómodo de obtener con la ayuda de mamá y papá, sólo para conseguirte un novio y casarte y no hacer más nada. Eso, para mí, no debería de suceder en la vida de una mujer. A veces me imagino a mí misma en la posición de una abogada defensora de las mujeres ocupadas, sometiendo a una mujer vaga joven, casada y sin hijos, a un interrogatorio.

Yo: ¿A qué hora te levantas?
Mujer Vaga (MV): A las 11 a. m. o 12 del mediodía.
Yo: ¿Trabajas?
MV: No.
Yo: ¿Buscas trabajo o piensas en buscarlo?
MV: No.
Yo: ¿Cocinas o limpias tu hogar?
MV: No.
Yo: ¿Te ejercitas, lees, practicas un hobby, sacas el perro a pasear, ayudas a tu familia de alguna forma?
MV: No
Yo: Ya que no tienes hijos... ¿qué haces por las tardes?
MV: Nada.
Yo: ¿Ves televisión?
MV: No, surfeo la Internet y salgo de compras.
Yo: Cuando llega tu esposo de la oficina, ¿hablas con él?
MV: Es que no tengo mucho de qué hablar.
Yo: ¿A qué hora te acuestas?
MV: Me da sueño muy temprano, a eso de las 9 p. m.

Su materialización en el cuerpo de una mujer me perturba, sobre todo porque al fin y al cabo su vacío me luce tan absoluto que es como si no existiera. Y yo a esas mujeres, aunque me cueste, no las puedo defender. En mi opinión toda mujer tiene la obligación, tácita o no, a menor o mayor grado, pública o privadamente, en el sentido holístico de su existencia, de ser un ente de aportación positiva a la humanidad.

No asimilo la idea de tener la vida por delante y no considerar la responsabilidad de invertir en ella, en hacerse de una base sólida física, mental, espiritual y económica que sustente en caso de emergencias. No entiendo cómo una mujer adulta puede vivir tan tranquila sin nutrir una inversión vital con la que pueda apoyar a su pareja o a sí misma a salir adelante sola en caso de un divorcio en el momento en que decida tener una familia, si ese es el caso.

Como mujer, me mortifican las mujeres vagas y no las puedo defender. Por suerte son pocas las que me toca conocer. Pero cada vez que me topo con una me dan ganas de ponerle un cohete en el fondillo y prendérselo con un fósforo para que sientan la necesidad de hacer y evolucionar. Me dan ganas, como en una telenovela, de plantarle una cachetada y decirle ¡Despierta, caramba, despierta, que pronto todos nos vamos a cansar de hacerlo todo por ti!

Y habiéndome sacado todos estos sentimientos del pecho, ya puedo --yo que no soy vaga-- regresar a mi cargada agenda. Ojalá no me esté equivocando o siendo injusta con la "mujer vaga".

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