El Making of de un libro: El Primer Capítulo

Y llegó el día. Ese día que todo escritor sufre el doble, o tal vez el triple, a la hora de sentarse frente al computador. Ese día que uno esquiva durante semanas, justificando con cualquier simple argumento el hecho de no abrir un nuevo archivo y comenzar a teclear lo que la mente te dicte. Ese día que marca el inicio de la nueva aventura. Me refiero al día en que uno inicia la escritura de un nuevo libro.
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Student typing with laptop around books and sticky notes
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Y llegó el día. Ese día que todo escritor sufre el doble, o tal vez el triple, a la hora de sentarse frente al computador. Ese día que uno esquiva durante semanas, justificando con cualquier simple argumento el hecho de no abrir un nuevo archivo y comenzar a teclear lo que la mente te dicte. Ese día que marca el inicio de la nueva aventura. Me refiero al día en que uno inicia la escritura de un nuevo libro.

Al menos yo no lo paso bien el primer día de trabajo. Me siento y me levanto de mi escritorio un centenar de veces. Distribuyo a mi alrededor todas las libretas y cuadernos donde he ido anotando ideas sueltas, posibles frases, y nombres de personajes. Cierro los ojos, rogándole a la oscuridad en la que me sumerjo que me ayude a ordenar mis pensamientos y le dé una estructura lógica a lo que hasta ese instante es puro caos.

Y entonces ocurre el milagro. Siempre. Una imagen se abre paso en medio del desorden. La imagen se va agrandando al interior de mi cabeza. Va cobrando forma. Poco a poco se pinta de colores. Se convierte en un escenario donde circulan personajes. Es una estación de trenes. Sí. Hay una locomotora que espera entre humos echarse a andar. Hay elegantes pasajeros que circulan por el andén, algunos con maletas en sus manos mientras otros se despiden entre lágrimas. El jefe de estación hace sonar un silbato. Viste un pulcro uniforme de tonos verdes que remata con un sombrerito de visera dorada. Eso me da la clave: esto no está ocurriendo en el presente. No, claro que no. Cómo no me di cuenta antes: estoy en el pasado. Claramente son los años 50. Por eso los personajes que circulan por la estación visten así, como de otra época. Es Miami, 1950. La fecha todavía no la puedo precisar con exactitud, pero pronto lo descubriré.

Mantengo los ojos cerrados, no quiero que la idea se me escape. Entonces veo al jefe de estación acercarse a una pequeña montaña de maletas arrumbadas en una esquina. Se ve molesto, pues todo ese equipaje ya debería estar a bordo del tren que está próximo a retomar la marcha. Hace sonar nuevamente su silbato, esta vez con enojo. Va a dar un paso pero algo, en el suelo del andén, llama su atención.

Se inclina, frunce el ceño: es una mancha roja. Parece agua. O tal vez pintura. Escurre desde una de las esquinas de lo que se adivina como un elegante baúl medio escondido entre el resto de las valijas. El jefe de estación estira la mano y palpa el líquido. El contacto le revela la escalofriante verdad: es sangre. El corazón le deja de bombear unos instantes y siente la sangre helársele en las venas, a pesar del calor de infierno que se deja caer sobre Miami a esa hora. No necesita abrir el arcón para saber lo que contiene.

Y ya.

La idea se va, pero en su huida me deja el inicio de la novela. Ya sé cómo comenzar el libro: con la escena del pasado, el día que descubrieron el cuerpo del dueño del hotel de Coral Gables al interior del baúl. Me parece que es una efectiva manera de atraer la atención de los lectores y, al mismo tiempo, de marcar el inicio de todo lo que vendrá. Nada volverá a ser igual, para ninguno de mis personajes, cuando ese jefe de estación abra la tapa del baúl y dé un grito de horror.

Entonces tomo la decisión: la historia se contará en dos épocas. Entre 1955 y 2015. Así, saltando en el tiempo, iré avanzando en las tramas del dueño del hotel y la de Miguel, el periodista que medio siglo más tarde investiga su muerte.

Fue un buen día de escritura. Estoy contento. ¡Gracias por acompañarme en el trayecto!

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