España y Chile: una tradición represora compartida

La dinámica es casi siempre la misma. Secundarios, universitarios, desempleados, obreros, ancianos y minorías étnicas se reúnen desde distintos sectores de la ciudad. Pueden ser entre doscientos mil y trescientos mil. Llevan pancartas, gritan consignas contra el modelo económico, contra el presidente de turno, contra el imperialismo yanqui y contra el FMI.
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Un manifestante es arrestado por la policía antimotines durante una protesta callejera de estudiantes secundarios y universitarios en Santiago, Chile, el martes 28 de agosto de 2012. (AP Photo/Luis Hidalgo)
Un manifestante es arrestado por la policía antimotines durante una protesta callejera de estudiantes secundarios y universitarios en Santiago, Chile, el martes 28 de agosto de 2012. (AP Photo/Luis Hidalgo)

protesta chile

En Chile existe una tradición muy arraigada, que se despliega cada vez que una multitud de manifestantes sale a la calle.

La dinámica es casi siempre la misma. Secundarios, universitarios, desempleados, obreros, ancianos y minorías étnicas se reúnen desde distintos sectores de la ciudad. Pueden ser entre doscientos mil y trescientos mil. Llevan pancartas, gritan consignas contra el modelo económico, contra el presidente de turno, contra el imperialismo yanqui y contra el FMI. Algunos van danzando y la mayoría va riendo, porque en el fondo es una fiesta del descontento. La multitud, imbuida de un candoroso fervor revolucionario, siente que con su sola energía hará temblar al gobierno y lo obligará a redireccionar la política.

El segundo paso de esta dinámica ocurre exactamente unos minutos antes de que esta manifestación pacífica llegue a su clímax. Desde un callejón sale medio centenar de furiosos encapuchados gritando consignas groseras. Van apertrechados con una mochila apretada a la espalda donde suelen llevar los ingredientes exactos para fabricar decenas de bombas Molotov, un pequeño botiquín de resucitación anti gases, alguna biblia laica de Bakunin y una camisa de repuesto para luego mimetizarse entre la multitud.

Los encapuchados repiten el mismo guión ensayado durante décadas. Lanzan piedras y bombas Molotov a los carros blindados de la policía, destrozan las garitas de buses, los cristales de un par de sucursales bancarias y se ensañan con el MacDonalds más cercano.

Los trescientos mil manifestantes que protestaban pacíficamente se sienten intimidados por la cincuentena de encapuchados y huyen despavoridos. Extrañamente, la policía antidisturbios, numerosísima y armada hasta los dientes, arremete contra los convocados pacíficos, nunca contra los violentos.

Se efectúan cientos de detenciones y se dan miles de palizas policiales.

La dinámica prosigue a través de la prensa (propiedad, en un 98%, de dos grandes grupos empresariales de extrema derecha), que muestra ante el país la incomprensible violencia protagonizada por los revoltosos.

Los titulares de los periódicos de papel y on line son enfáticos: ALREDEDOR DE MIL MANIFESTANTES MARCHARON POR LAS CALLES DEL CENTRO CAUSANDO SERIOS DESTROZOS.

La dinámica culmina en cada hogar del país, donde la gente se agarra la cabeza al contemplar la desolación dejada por esos atilas, y sólo atina a decir: ¡Dios mío, hasta dónde está llegando esta juventud!

La nota disonante la suele poner algún avispado fotógrafo independiente que captó sin querer queriendo los calcetines policiales de los encapuchados o que recogió casualmente la credencial de algún teniente infiltrado.

Lo simpático de todo esto es que acabamos de comprobar que no es una tradición solamente chilena, sino que al menos fue exportada a España, pues parte de los azuzadores más violentos del 25 y 26-S fueron identificados como policías infiltrados.

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