La biblioteca ideal de un pinochetista

Cada lectura genera reflexiones paralelas, ventanas que se abren hacia momentos relevantes del pasado, permitiendo revisar a la luz de nuevos antecedentes situaciones entonces confusas, pero que contribuyeron a configurar un cierto tipo de carácter.
This post was published on the now-closed HuffPost Contributor platform. Contributors control their own work and posted freely to our site. If you need to flag this entry as abusive, send us an email.

Cada lectura genera reflexiones paralelas, ventanas que se abren hacia momentos relevantes del pasado, permitiendo revisar a la luz de nuevos antecedentes situaciones entonces confusas, pero que contribuyeron a configurar un cierto tipo de carácter. Se rememoran situaciones difíciles, personas, visiones de mundo, perspectivas, coyunturas políticas, inculcaciones, advertencias y severidades de quienes eran los llamados a ser nuestros formadores: padres, parientes, adultos cercanos, profesores, autoridades colegiales, policías y todo el aparataje gubernamental de comunicación que nos bombardeaba todo el día.

Empezaban los años ochenta. Más o menos en la época en que Jimmy Carter fue pisoteado por Ronald Reagan. Yo asistía a la preparatoria en la escuelita pública de un pequeño pueblo agrícola llamado San Fabián de Alico. Sólo llegaba la difusa señal de la televisión estatal y algunas radios que trasmitían canciones de Julio Iglesias y Camilo Sesto.

Desde el colegio me solía pasar a la casa de mis abuelos, distante a pocas cuadras. Mi abuelo era un ceñudo sargento de policía y bibliófilo compulsivo. Mi abuela, una temperamental dueña de casa con una férrea conciencia social. En su casa había una enorme biblioteca, que estaba cercenada (hoy lo entiendo) de cualquier alusión favorable al gobierno de Allende, a Cuba, a la Unión Soviética y a la izquierda chilena.

Era pródiga, sin embargo, en textos que demonizaban tales temáticas. Los Mil Días de la Unidad Popular daban una impresión fotográfica del apocalipsis que significó el gobierno de Salvador Allende. En El Día Decisivo, Augusto Pinochet eludía con astucia y una semántica no demasiado virulenta toda su responsabilidad en el quiebre institucional.

La colección completa de Alexandr Solzhenitzyn (lo que había escrito hasta entonces) nos daba un panorama de aquellos días, años y décadas de gulag. Sumados a ellos, abundantes biografías de personajes extranjeros como Churchill, Hitler, Rommel y Mussolini.

También estaban los chilenos José Luis Rosasco, Pablo Huneeus, Roque Esteban Scarpa, Magdalena Petit, Alberto Blest Gana, Enrique Campos Menéndez, Armando Braun Menéndez, Enrique Lafourcade y el relamido Jorge Edwards ocupando un lugar central con su grueso libro Persona Non Grata, que hablaba de su paulatina decepción con la Cuba de Fidel Castro.

En un lugar encumbrado, casi inaccesible, relucían las finamente empastadas colecciones de los historiadores conservadores chilenos. Alberto Edwards, Jaime Eyzaguirre y Francisco Antonio Encina, que permanecían como custodios implacables de la esencia oligárquica de la nación.

El ala derecha lo ocupaba literatura variada, con textos de Graham Greene, Milan Kundera, Paul Johnson, Agatha Christie, René Vergara, Cervantes, Hawthorne, Melville, Jack London, Tolstoi, el Diario de Joseph Goebbels y abundante literatura del siglo XIX.

El ala izquierda de la biblioteca lo ocupaba la colección completa, desde el número uno en inglés y español, del Readers Digest.

No quedaba, pues, más que asistir de buena o mala manera a esa formación literaria e ideológica muy bien predispuesta por mi abuelo sargento de policía.

Todo este esquema probablemente hubiese moldeado una cierta percepción política en mí, de no haber sido por el soterrado aporte contrario de mi abuela Rosa, que aprovechaba cada instancia a solas para explicarme que las cosas no eran de la forma como me las pintaban, que allá afuera había egoísmo, ambición, manipulación, que la Unión Soviética y Cuba eran en realidad verdaderos paraísos terrenales y que al Presidente Allende lo había asesinado el mismo Augusto Pinochet.

Por alguna razón síquica que aún desconozco, las personas suelen inclinarse por lo prohibido, lo que aparece como más débil u oculto, y esta no fue la excepción, inclinándome pronta y definitivamente por la influencia sutil de mi abuela.

Hoy, tras haber intentado acorazarme con rigor académico, puedo afirmar que tales esfuerzos por moldear políticamente mi infancia se adosaron firmemente a una dimensión subjetiva de mi raciocinio. Sé perfectamente, porque así lo corroboran los antecedentes consensuados, que Pinochet no mató directamente a Allende y que la URSS y Cuba no eran precisamente un paraíso, aunque probablemente en ese entonces estaban más cerca que nosotros de serlo.

Sin embargo, en el fondo de mí, y aunque nunca deba ni necesite decirlo, mantengo convicciones primarias, y es que Pinochet sólo fue un zorro ramplón, oportunista y desalmado, el tonto útil que la oligarquía necesitaba para conseguir la plena restauración de su predominio; y la Unión Soviética y Cuba, el lugar paradisíaco donde hubiese querido vivir.

Popular in the Community

Close

What's Hot