Darsi Ferrer, el eslabón perdido

En el interior de la vivienda, un nutrido grupo de cubanos escucha atentamente la cuarta entrega de un ciclo de conferencias sobre el origen, intermedios y ¿final? de la música de la isla, la música popular que en una época -el XIX- pasó por culta.
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darsi ferrer

Miami, Southwest.

En un chalet típico de una zona residencial.

Ambiente bucólico. Es de noche.

La fauna del sur de la Florida duerme en la oscuridad.

En el interior de la vivienda, un nutrido grupo de cubanos escucha atentamente la cuarta entrega de un ciclo de conferencias sobre el origen, intermedios y ¿final? de la música de la isla, la música popular que en una época -el XIX- pasó por culta.

Hay un conferencista en el medio del salón. Pelo canoso, baja estatura, voz serena que transmite cierta angustia, o tal vez preocupación.

José Antonio García, investigador de temas étnicos en la Biblioteca Nacional, ha llegado hace poco tiempo a la Ciudad del Sol, también conocida como la capital del exilio cubano. Su propósito es demostrar a los oyentes que la hoy famosa mundialmente Música Salsa -llámesele Son, alternativamente- tuvo un umbral en los indígenas que poblaban el Caribe antes de la llegada de Cristóbal Colón.

La cuarta sesión de García se desenvuelve diáfanamente por los ambientes danzoneros de finales del XIX y principios del XX.

El salón es amplio, pero cargado de libros y cuadros de gran formato que, curiosamente, reiteran el vitral o medio punto, usado en la arquitectura colonial que de cierta manera define "lo cubano".
Mezclado en el público -en la cuarta fila- hay un hombre de unos 60 años -tal vez más- vestido con camisa estampada con motivos o sugerencias tropicales. Comenta algo gracioso. Interrumpe la charla. Es, además del autor de las pinturas, el anfitrión de la casa. Su nombre es Humberto Calzada y llegó a los Estados Unidos en 1960, lo cual indica que su formación personal es del pre-castrismo.
Su vivienda está decorada con buen gusto y desenfado a la vez. En una esquina del salón principal tiene a Julio César de mármol con gafas de sol tipo Ray-Ban. La mesa está dispuesta para cuando termine la conferencia. Hay vinos españoles, blancos y tintos.

La disertación parece alargarse. Está acompañada, o reforzada, con imágenes didácticas que salen de un ordenador y se proyectan en una pantalla plana de grandes dimensiones. Quien selecciona el material gráfico es la esposa del investigador. Curiosamente, es hermana de Yoani Sánchez, la bloguera cubana apostada en la isla que le hace oposición inteligente y abierta a la dictadura más longeva del mundo.

De este detalle se entera el público entre líneas. El rostro de la joven puede confirmar el parentesco con la autora de Generación Y, pero sin la extrema delgadez de la cronista.

Uno pudiera enlazar las cosas si piensa en los cronistas de Indias -Bartolomé de las Casas y otros no tan benignos- que dejaron el reporte de lo que estaba pasando en su momento. Hay muchísimos años entre la génesis de la música popular cubana -el Areíto, la percusión menor- y el rostro de Yoani Sánchez adaptado al de su hermana.

Una está La Habana pasando calor, perseguida, según sus crónicas, y la otra en Miami libre del castrismo y con aire acondicionado. Pero es la misma cosa. Hay un denominador común. Un demonio metido dentro.

La música, el folclor, la raigambre popular; un pintor que hizo su obra fuera de su país pero con la temática de antes de su salida definitiva del territorio físico nacional.
Un auditorio fuera de la geografía insular pero mentalmente todavía dentro de la nación. Al cabo de 50 años, o más.
Se confirma la nostalgia, el asidero a la frase de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Al menos el tiempo ese que se recuerda aún.
En la pantalla sale Esther Borja cantando Los tres golpes. Luego María Teresa Vera con la habanera Veinte años. Se confirma el trasvase entre lo culto y lo popular.

El público canta.

Es la crème de la crème; al menos parece sublime.

Cuba está a 90 millas -poco más- del chalet y está dentro de la hermosa vivienda ajardinada donde, por unas horas, se detuvo el tiempo.

Suena un teléfono móvil, como en toda respetable conferencia.

Alguien se levanta interrumpiendo al profesor García. Vuelve a los pocos segundos con un negro delgado (dicho políticamente correcto sería afrocubano) al que le indican un lomo de sofá. No queda más sitio.

En los bolsillos del recién llegado -pullover, pantalón claro y zapatillas deportivas- se enmarca una cajetilla de cigarro.

A estas alturas y en estos ambientes de Miami es raro un fumador.

Pero el hombre tiene motivos especiales. (Luego anuncian su nombre).

Es un disidente que ha estado preso y ha sido torturado en las cárceles castristas.

Es además médico y trae al exilio importantes pruebas documentales que denuncian el sistema de salud pública de la llamada Revolución.

Darsi Ferrer es el último eslabón o el eslabón perdido de la concatenación de hechos históricos desbrozados esa noche a través de la música.

Su estirpe africana juega entre las pinturas angulares de Humberto Calzada, la narración oral aborigen -luego decimonónica- de José Antonio García, el hálito de la bloguera criolla Yoani Sánchez y el auditorio interesado en no dejar morir el recuerdo.

El connotado luchador por los derechos humanos en la isla pide la palabra y aclara que, aunque sea negro, no sabe bailar.

Cosa rara. Sin embargo, es sincero.

Todo termina como debe ser en ese lugar. Alrededor de los vinos y los canapés.

La quinta sesión -sin sede prevista- musicalmente recorrerá el siglo XX hasta el final, y se comenta que pudiera tocar al cubano Pitbull.

Esa broma salió del público.

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