Hay que pasar de la pacificación al fomento de la paz

Es hora de que surja un liderazgo mundial dedicado a prevenir la guerra más que a administrarla después que estalla.
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Cada vez que irrumpe una guerra en cualquier parte del mundo, la viabilidad de la humanidad se pone a prueba. ¿De qué vale tanto adelanto científico, tantos premios Nobel, tanto confort y tanto arte de todo tipo si la especie no ha sido capaz de evitar la autodestrucción? Y más, ha perdido, con algunas excepciones, el coraje de plantearse la solución colectiva y a largo plazo de los conflictos armados.

Hablar de la guerra y la paz es siempre pantanoso. El Padre Las Casas, en referencia a sus compatriotas del siglo XVI en las Américas, decía que aquellos que prefieren la guerra, no la conocen. Pero también reconocía el derecho a la defensa violenta del territorio -guerra justa- frente a la invasión extranjera. En su época todo estaba -o parecía- más claro; su criterio se apoyaba en una tradición de reconquista hispana contra una ocupación islámica de casi 800 años. También en una ideología religiosa cuyo fundamento debía ser el amor al prójimo, no la imposición de una fe.

Lo cierto es que en cualquier época y lugar, la guerra es el fracaso de la política, como la violencia entre individuos es el fracaso de la conversación y el entendimiento. Y lo peor es que en ambos casos una vez iniciadas las agresiones ya no tienen solución, sólo la repugnancia de la sangre y el dolor de los implicados podrá detener el caos que representa la violencia.

Es hora de que surja un liderazgo mundial dedicado a prevenir la guerra más que a administrarla después que estalla. Un liderazgo interdisciplinario -e intercultural cuando sea necesario- que evalúe conflictos potenciales y se adelante a estos con propuestas razonables y dignas para los posibles implicados.

Hay que pasar de la pacificación al fomento de la paz; hacerse la pregunta acerca de cómo establecer mecanismos de viabilidad de la paz a largo plazo y no sólo treguas momentáneas que terminan arruinando cualquier logro significativo. No hablo de una u otra zona en particular, sino de todas aquellas regiones donde sabemos que existen conflictos potenciales que tarde o temprano explotarán porque se conocen sus causas. Estas últimas, más o menos evidentes, continúan siendo las mismas: el impulso de dominación, la pobreza, los prejuicios étnicos y culturales, entre otras.

Una guerra nunca es ganada o perdida por nadie. En rigor, todos perdemos con las guerras: perdemos confianza en los sistemas económicos, incapaces de proveer bienestar e igualdad social, en la cultura como productora de espiritualidad y sensibilidad hacia el mundo que nos rodea, en la ciencia como capaz de aliviar el dolor humano y llevarnos al próximo paso evolutivo y en la política como labor negociadora de situaciones complejas. La guerra se ha convertido en el siglo XXI en el límite a rendir y en el reto a superar de una vez y por todas.

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