Contra los estereotipos

Que los pueblos originarios de las Américas, y las minorías étnicas en general, dejen de ser una atracción turística, una carta de presentación nacional y figuras en el papel, los carteles y los souvenirs de las tiendas de los aeropuertos.
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Si uno camina por los barrios más pobres de Lima o de Quito, e incluso en algunas zonas de la ciudad de México, habitados principalmente por inmigrantes del campo y trabajadores, la mayoría de ellos con rostros mestizos e indígenas, vemos cómo su espacio público está inundado de pancartas con caras europeas.

Mujeres y hombres famosos en Estados Unidos o Europa que los residentes locales a veces ni conocen, nunca los han tenido de vecinos y lo más seguro ni sepan dónde queda el país. Esas caras les venden desde sodas hasta cosméticos, pasando por todo tipo de productos que posiblemente no necesiten ni tampoco tengan el dinero para comprar y hacerlos una rutina en sus vidas. Siempre que he visitado esos lugares me he preguntado cuál es el propósito real de ese bombardeo de propaganda y de los efectos de esa ilusión óptica en la mente y el carácter de quienes la reciben día a día.

Hace un par de años fui testigo de cómo en un famoso centro comercial de Lima, Larcomar, un custodio, de evidente ascendencia quechua, prohibía la entrada al sitio a una mujer indígena vestida en sus ropas tradicionales; la señora insistía en entrar y la autoridad se lo impedía; ella parecía no entender por qué uno de los suyos - un peruano- se interponía entre su cuerpo y el espacio público. No hubo palabras ni fuerza entre ellos, sólo movimientos secos de obstrucción; la mujer balbuceaba algunas palabras en su idioma nativo y el hombre sólo le decía no, no, no. Después de unos titubeos, la señora se alejó del lugar serena y sorprendida. Me sentí indefenso, como extranjero no podía hacer nada; como latinoamericano sentí un dolor que no había conocido hasta ese momento. La escena regresa una y otra vez a mi mente sin que pueda explicarla del todo pues considerarla sólo un acto discriminatorio sería lo menos que podría decirse. Situaciones de este tipo van más allá de los prejuicios étnicos, se mueven en la zona atávica de la psiquis individual, y la cultura, penetrando los sistemas legales, los códigos de conducta y por supuesto la política.

Hoy más que nunca se necesita una conciencia cultural, como diría el poeta cubano Nicolás Guillén, abierta y democrática. Tiene que empezar a hablarse con más frecuencia de justicia mediática; que los pueblos originarios de las Américas, y las minorías étnicas en general, dejen de ser una atracción turística, una carta de presentación nacional y figuras en el papel, los carteles y los souvenirs de las tiendas de los aeropuertos. Estas personas tienen que pasar a ocupar la realidad de los programas económicos y financieros y participar del espacio urbano también como parte de las estrategias de comunicación social ¿y por qué no? de mercado. Estas son comunidades que no viven en el pasado a pesar de que han sabido conservar sus costumbres milenarias; merecen el respeto y la dignificación de su presencia como parte de la realidad global a la que ayudan a enriquecer con sus culturas, conocimientos y experiencia histórica.

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