Casi todos los países del mundo juegan un papel -ya sea como productores, consumidores o puntos de tránsito-- en el multimillonario negocio del tráfico de drogas ilícitas, que abastece a más de 150 millones de personas cada año y sigue creciendo.
Para combatir este comercio, en las últimas décadas, muchos países han puesto en marcha "guerras contra las drogas", que han supuesto la represión de participantes, grandes y pequeños, en el negocio de las drogas, y en algunos casos severas sanciones para los consumidores.
Human Rights Watch lleva mucho tiempo documentando los abusos generalizados contra los derechos humanos que este enfoque ha producido: en Estados Unidos, los estragos que han causado las desproporcionadas penas de prisiónpor los delitos de drogas en individuos y sus familias, así como inquietantes disparidades racialesen la aplicación de las leyes antidrogas; en México, los asesinatoscometidos en nombre de la lucha contra el narcotráfico; en Canadá, EE.UU.y Rusia, cómo el miedo a medidas represivas desalienta a usuarios de drogas a acceder a servicios de salud necesarios y los expone a la violencia, la discriminación y a enfermedades; en Afganistán y Colombia, cómo la producción de narcóticos ha fortalecido a grupos armados que se oponen o son afines al gobierno; en India, Ucrania y Senegal, cómo pacientes con cáncer sufren dolores severos debido a las estrictas regulaciones de control de drogas que hacen que la morfina sea prácticamente inaccesible; y en China, Vietnam y Camboya, reportamos "centros de rehabilitación para drogodependientes", donde las personas son sometidas a la tortura, el trabajo forzado y el abuso sexual.
Pero dentro de Human Rights Watch muchos teníamos la convicción cada vez mayor de que este enfoque no iba lo suficientemente lejos; de que el problema no se limitaba simplemente a políticas inadecuadas o a su ejecución abusiva. Más bien, la criminalización de las drogas en sí parecía ser intrínsecamente problemática. Especialmente en los casos de posesión y consumo personal, la imposición de toda la fuerza del sistema de justicia penal para arrestar, juzgar y encarcelar parece contradecir los derechos humanos a la privacidad y la autonomía personal que subyacen a muchos derechos.
El fuerte énfasis internacional en perseguir penalmente la producción y distribución de drogas también estaba incrementando drásticamente la rentabilidad de los mercados de drogas ilícitas, a su vez alimentando el crecimiento y las operaciones de grupos que cometen atrocidades, corrompen a las autoridades y socavan la democracia y la justicia en muchos países.
En mi propio trabajo como investigadora de Human Rights Watch en Colombia entre 2004 y 2010, me había quedado claro que el mercado ilegal de drogas es un factor importante en la prolongada guerra que se libra en el país y en la que participan grupos guerrilleros de la izquierda, grupos paramilitares de la derecha y fuerzas de seguridad.
Ciertamente, los altísimos niveles de abusos en Colombia -masacres, asesinatos, violaciones, amenazas y secuestros que habían desplazado a más de 3 millones de personas en esa época--tenían raíces que iban más allá del narcotráfico y se remontaban a antes de la explosión del mercado de la cocaína en los años 70. Pero la mayoría de los grupos armados en Colombia se habían beneficiado de una manera u otra del comercio ilegal. Los paramilitares, en particular, se habían convertido en algunos de los capos más importantes del país. A menudo, amenazaban o asesinaban a personas que vivían en tierras que querían controlar para producir coca o como corredores de transporte de drogas. Las ganancias del narcotráfico ayudaban a pagar por sus armas y uniformes, los salarios de sus "soldados" y sobornos a funcionarios públicos para evadir la justicia por sus delitos.
A medida que íbamos documentando las atrocidades, hacíamos llamados a favor de la justicia y presionábamos a EE.UU. para que hiciera cumplir condiciones de derechos humanosa la vez que confería su asistencia (EE.UU. le proporcionó a Colombia más de US$5.000 millones mayoritariamente en ayuda militar entre 2000 y 2010), se volvió cada vez más difícil ignorar el hecho de que muchos de los abusos por cuyo fin abogábamos, inevitablemente continuarían de una forma u otra a menos que cambiara la política de drogas en EE.UU. y el resto del mundo.
Mi trabajo posterior sobre la política de EE.UU. hacia países como Afganistán y México y sobre el sistema de justicia penal de EE.UU., sólo reforzó mi opinión -que otros en Human Rights Watch compartían-- de que la penalización de las drogas es intrínsecamente incompatible con los derechos humanos.
Después de mucha discusión, Human Rights Watch adoptó en 2013 una política que insta a los gobiernos a despenalizar el consumo personal y la posesión de drogas. También les urgimos a evaluar -y potencialmente adoptar - políticas alternativas de cara al narcotráfico para reducir el enorme daño a los derechos humanos que causan las políticas actuales. El cambio es urgente, como lo han demostrado reiteradamente nuestras investigaciones.
Por María McFarland Sánchez-Moreno, directora adjunta del Programa sobre EE.UU.