Los Angeles y sus demonios: Viaje a las profundidades de Skid Row.

Bernie es delgado, blanco, de unos sesenta años. Deja a un lado el carrito del supermercado y se aproxima a acariciar a mi perro, atado al barandal del restaurante donde disfruto de un almuerzo al aire libre. Los perros son extraordinarios, dice. Ven cosas que los humanos no comprendemos.Se presenta como el Doctor Bernard T, Doctor en Física. Pero aquí todos me conocen como Bernie. Trabajé muchos años para el Ejército. Usaron mis conocimientos en experimentos desastrosos. Por eso lo dejé todo. El gobierno nos oculta muchas cosas; tienes que leer este libro.
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desamparados los angeles

Bernie es delgado, blanco, de unos sesenta años. Deja a un lado el carrito del supermercado y se aproxima a acariciar a mi perro, atado al barandal del restaurante donde disfruto el almuerzo al aire libre.

-Los perros son extraordinarios -me dice. - Ven cosas que los humanos no comprendemos.
Se presenta como el Doctor Bernard T, Doctor en Física.

-Pero aquí todos me conocen como Bernie. Trabajé muchos años para el Ejército. Usaron mis conocimientos en experimentos desastrosos. Por eso lo dejé todo. El gobierno nos oculta muchas cosas; tienes que leer este libro.

Saca un ejemplar del carrito, las hojas se han vuelto amarillas como sus dientes, y me explica con la elocuencia de un Premio Nobel, que las verdaderas cifras del desempleo en Estados Unidos ascienden a 20% y cómo el sistema económico mundial colapsará en el 2012. La boca intenta alcanzar a su mente. Me pregunto si deberé darle una moneda o algo de comer. Pero Bernie ya ha sacado del carrito un plato desechable con sobras de pasta y me pregunta si le puede dar un poco a mi perro.

No hay rincón de la ciudad que escape a su presencia. Algunos empujan un carrito del súper, como si ahí llevaran el peso de su vida, otros entretienen al paseante con una guitarra o saxofón. Y muchos, simplemente, pasan los días charlando con las palomas.

El condado de Los Angeles es el área con más homeless en Estados Unidos. Más de 250,000. La radiografía es compleja: 25% son enfermos mentales, 20% discapacitados, 48% se graduaron del High School y 32% tiene estudios de licenciatura o más avanzados. Hasta hace poco, yo creía que Skid Row era sólo una banda de rock de los noventas. Pero es, también, si me permiten la ironía, el Beverly Hills de los desamparados (homeless en inglés). Y en una ocasión decidí internarme en sus calles.

Es mediodía. Desde el centro de Los Angeles avanzo unas cuadras hacia al sur. Estaciono el auto en un lote e inicio la caminata. Atrás han quedado los imponentes edificios de oficinas y las hordas de jóvenes ejecutivos marchando hacia los restaurantes. Su lugar lo han ocupado hombres barbados y harapientos que avanzan lentamente, quizá también en busca de alimento.

Otros, tirados en las aceras, se confunden con los bultos de basura que a su vez se confunden con sus pertenencias. El aire es rancio y pesado en Skid Row. No hay árboles, ni flores; el concreto gris lo cubre todo. Una afroamericana que se agarró a golpes con el lápiz labial lanza maldiciones al aire en medio de la calle ante la mirada impaciente de un automovilista.

Llego a una esquina y observo la gran fila que se extiende a lo largo del refugio Los Angeles Mission. Prefiero analizar esta muestra de la condición humana desde el otro lado de la acera. Avanzo a paso rápido y lanzo miradas furtivas para que no noten que los observo: sentados, tirados o de pie, los indigentes destilan un aire animado, casi alegre.

¿Festejan la llegada del almuerzo?

Cuando el refugio queda atrás, el silencio nuevamente me ahoga. Siento miradas estrellarse en mi espalda como pequeños dardos. Nervioso, giro la cabeza, pero nadie repara en mi presencia. Estos seres parecen haberse mudado hace tiempo a un universo paralelo, o tal vez sólo decidieron no mirar a nadie, como tampoco nadie los mira a ellos. Sin embargo, a pocos metros, un afroamericano aguarda con las manos en las bolsas de la chamarra de cuero y con esa seguridad entre dientes tan propia de los dealers me pregunta:

- How you doing, man?

Le dirijo un tímido good y sigo de frente. El instinto me dice que es hora de terminar la expedición. Apuro el paso. La luz roja de la siguiente esquina me frena en seco. Y entonces, una mano me roza la pierna. El corazón me salta hasta la boca. Bajo la mirada y me reciben dos ojos azules. Es un viejo en silla de ruedas. Busco monedas en el bolsillo y se las doy todas, sin contarlas. El anciano me da mi cambio en bendiciones. Surten efecto. Llego con bien al estacionamiento y me alejo sin mirar hacia atrás.

Nadie puede explicar con seguridad por qué la gente vive en la calle. Las razones son tan diversas como la historia de cada uno: enfermos mentales sin recursos ni familia, ex-veteranos de guerra, mujeres y niños huyendo de la violencia doméstica, desempleados, adictos a las drogas o al alcohol, aventureros. Y aunque esta llaga ha lacerado la piel de Estados Unidos desde los tiempos de la Gran Depresión, hace apenas unas décadas alguien se atrevió a nombrarlos: el término homeless fue acuñado por primera vez en 1980 por los activistas Mitch Snyder y Robert Hayes.

La vida en las calles no perdona; son víctimas constantes de robo, maltrato físico, abuso sexual. Y como carga adicional, llevan a cuestas el desprecio de muchos y la indiferencia de la mayoría. He visto una y otra vez cómo los peatones los esquivan cuando yacen dormidos, drogados o muertos sobre las avenidas. Se estima que hasta un 77% de la gente sin hogar en el Condado de Los Angeles, no recibe beneficio alguno por parte del gobierno.

Hace unos meses me invitaron a una pool party en la terraza de un hotel, en el cada vez más trendy centro de Los Angeles. El ambiente no podía ser mejor: música electrónica, gente atractiva y una espléndida piscina. La vista era espectacular. Con un mojito en la mano, contemplé durante horas la ciudad bañada por el sol dominical. Hoy, estoy seguro que desde ahí se veían con claridad las desoladas calles de Skid Row. Pero ninguno de los asistentes a la fiesta parecimos advertirlo. Seguro muchos de ellos, como yo, pensaban que Skid Row era sólo un grupo de rock.

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