Violencia doméstica: ¿Por qué las mujeres se quedan?

Seguía caminando mi oscuro camino porque en el poco porcentaje de autoestima que me quedaba reconocía que no estaba preparada para dejar este mundo. Me quedaba un poco de luz en el cerebro.
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"Estúpida", "no entiendo cómo se deja y no le devuelve el puñetazo". Es fácil juzgar y criticar con estas palabras a una mujer que no puede salir de una relación de violencia doméstica.

Es difícil para quien no ha vivido el abuso entender por qué una persona se queda en una relación enferma y peligrosa. Para las víctimas pueden pasar años, en los que se consumen lenta y dolorosamente en un ciclo vicioso, cuya única comparación es vivir como hechizada por la peor de las brujas.

Hace falta mucho coraje para tomar la decisión.

Mis amigas me perdieron por casi ocho años. Mi madre vivió cada instante, cada segundo de dolor que yo enfrenté como si fuera ella misma la receptora de los más horribles insultos. Ella también recibió los peores oprobios que nunca imaginó a sus 70 años de edad.

Yo misma me sentía culpable de todo y por todos, me volví violenta de la impotencia y atacaba a los seres queridos que trataban de hacerme ver lo mal que yo estaba.

Perdí mi sonrisa espontánea, mi chispa, mi luz, mi capacidad de asombro. Hacía un esfuerzo extraordinario cada mañana para creer que era una buena mujer y madre. Me veía fea. La "otra persona" había taladrado mi cerebro con las más hirientes expresiones y triunfaba ante mi debilidad.

Odiaba leer libros de violencia doméstica porque todos hablaban de una hermosa teoría y yo no encontraba un final a mi tortura. Sentía que nadie me entendía. Yo rogaba por un final que fuera bueno o malo, pero ese final nunca llegaba.

Seguía caminando mi oscuro camino porque en el poco porcentaje de autoestima que me quedaba reconocía que no estaba preparada para dejar este mundo. Me quedaba un poco de luz en el cerebro para entender que le iba a provocar un daño irreversible a mi hija si tomaba una decisión errada producto de mi depresión.

Gracias a mi bebé me mantenía caminando, aunque fuera como un fantasma por una senda en la que sólo habitaba un monstruo que me controlaba en todas las forma posibles. Yo había ayudado a crear ese monstruo, le había dado la fuerza y la importancia que nunca debió tener. Yo creía en sus denigraciones.

Yo no podía tomar una decisión porque el miedo me tenía atada. Fui a varios psicólogos, a un psiquiatra que me recetó unas pastillas horribles que me llevaron una noche a la alucinación y a gritarle a mi madre que me habían robado a mi hija cuando mi niña dormía tranquilamente en su cuna.

Toqué fondo. Después de ese agujero negro ya no quedaba otra solución que renunciar a la vida. Estaba casi lista. Vivir así no tenía sentido. En varias oportunidades creí que podía salir de mi horrible hueco, pero todas eran falsas alarmas. El monstruo me volvía a arrastrar al infierno.

No hubo una situación especial que me hizo empezar el tortuoso camino de nadar hacia la superficie buscando una luz. En medio de ese también doloroso peregrinaje de encontrar oxígeno empecé a disfrutar la jornada, empecé a despojarme de mis camisas de fuerza. Entendí que había dos caminos: dejarme vencer y callar o encontrar el coraje y hablar.

Sanarme ha tomado mucho tiempo. Tal vez tome años, pero hoy tengo compasión por aquellas mujeres que ni siquiera pueden ver lo mal que están.

Yo también tuve un incidente violento en un elevador y el único testigo -ante quien yo sentía una enorme vergüenza- me dejó saber a través de una amiga común que él estaba dispuesto a ayudarme cuando yo estuviera lista [Gracias, Yuri].

La vida colocó ese hombre una vez más delante de mis ojos cuando yo ya era otra mujer, la mujer que soy hoy y sus palabras resumieron todo: "No te conozco".

Ojalá que la esposa de Ray Rice encuentre la luz y sus palabras no sean falsas alarmas que ella misma se repite para creer que está bien. Toma tiempo pero puede llegar el buen final.

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