Ser latino en Argentina

Acaso por aquella frase con la cual nos criamos y que ahora ha popularizado el Papa Francisco, los argentinos vivimos con una eterna sensación de ser parte de "la fine del mondo". Es la realidad, estamos bastante lejos de todas partes, pero como tantas veces sucede con los defectos bien asumidos, terminamos capitalizándolo. ¿Cómo? Convirtiéndonos en curiosos extremos y viajeros sacrificados/compulsivos, dispuestos a atravesar los kilómetros que sean necesarios con tal de no quedarnos afuera.
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Acaso por aquella frase con la cual nos criamos y que ahora ha popularizado el Papa Francisco, los argentinos vivimos con una eterna sensación de ser parte de "la fine del mondo". Es la realidad, estamos bastante lejos de todas partes, pero como tantas veces sucede con los defectos bien asumidos, terminamos capitalizándolo. ¿Cómo? Convirtiéndonos en curiosos extremos y viajeros sacrificados/compulsivos, dispuestos a atravesar los kilómetros que sean necesarios con tal de no quedarnos afuera.

Es también conocido aquello de que los argentinos, en especial los porteños, somos descendientes de los barcos. Y también el asunto debe venir por ahí. Tanta inmigración europea, tanta sangre italiana, española, francesa, croata, judía y alemana nos ha confundido a tal punto que aún lo padecemos. Es por eso que somos capaces de pensar en euros(del dólar ni hablar; eso ya es un clásico argentino, motivo de la jaqueca colectiva de toda la vida), razonar en gallego, ironizar como parisinos y enojarnos en versión napolitana.

La cosa es que nos gusta salir. Con cepo cambiario o no, con la moneda que sea en el bolsillo, convenga o no convenga, los argentinos adoptamos el razonamiento "no me importa nada" y nos disparamos como misiles por el mundo. Morimos por todo aquello que no sea argentino para después regresar y gozarlo, contarlo. Somos capaces de volver envueltos en un sueter con la bandera británica o tatuarnos el escudo de la alcaldía de Madrid sólo porque nos hicimos adictos al cocido, que es la versión española de nuestro puchero, ¡pero qué va!, el de ellos es cien veces mejor. Todo sea por la sangre, la fantasía, la tradición, o simplemente la locura de tomarnos un avión y mimetizarnos con el destino.

Somos raros y contradictorios. Porque si uno es quien confiesa estas debilidades está más que bien, pero si lo dice otro...¡Eso sí que no! Somos antipatriotas que adoramos nuestra tierra con locura. Debe ser el efecto tango o el estigma del fin del mundo. Después de todo, la melancolía nos puede. Y terminamos sintiendo que somos un trozo con mezcla de lo mejorcito. Es ahí donde aparece la porteñidad pedante, esa que es blanco de bromas en Latinoamérica. ¿Latinoamérica? Ah!, ¿somos latinoamericanos? Claro que sí. Afortunadamente cada día hay más orgullo y conciencia.

El sentimiento de hermandad, las realidades parecidas y una coyuntura mundial que nos hace abrir los ojos y pisar tierra, permite que los argentinos nos animemos a atravesar la edad del pavo. Los jóvenes ya no hablan del pasado de oro ni se emocionan contando que sus antepasados viajaban a Europa para estudiar, llevando en el barco la vaca lechera. El nuevo porteño, bastante más fresco y con la cabeza más abierta, toma mojito(además de Malbec, desde ya), toma clases de salsa y se preocupa por los pueblos originarios. Los restaurantes de moda son sin dudas los peruanos. Todos hablan de ceviches y causas; y hasta el chipá paraguayo se convirtió en un clásico.

Vamos a San Pablo o a Miami (clásico argentino si los hay porque "ocho horas no es nada") para asistir a ferias de arte con acento latino. Venecia queda lejos, pero igual lo intentamos. Además, aunque no quede tan a mano, hay que darse una vueltita por Roma. Es que siempre queda algo en el tintero. Porque definitivamente Dios no es argentino...pero el papa sí.

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