El poder de los rituales

Es humano que, ante lo bello o apetitoso, uno quiera repetir la experiencia. Si en una cita fabulosa, en algún lugar de la Tierra, uno descubre un trago, es probable que quiera repetirlo una y mil veces. Lo mismo sucederá con ese lugar de la Tierra, incluso con el perfume que llevábamos puesto.
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Es humano que, ante lo bello o apetitoso, uno quiera repetir la experiencia. Si en una cita fabulosa, en algún lugar de la Tierra, uno descubre un trago, es probable que quiera repetirlo una y mil veces. Lo mismo sucederá con ese lugar de la Tierra, incluso con el perfume que llevábamos puesto.

No hay dudas que los rituales hacen que todo sea más increíble. Por eso las generalizaciones son tan odiosas. ¿Existe algo más espantoso e ignorante que la gente decretando qué es bello, qué es horrible, qué es moderno o qué es antiguo?

He escuchado sujetos que dicen que Madrid no los "atrae", cuando apenas pasaron por Barajas y algo así como una hora y media en la Plaza Mayor, creyendo que por comer un bocado de tortilla ya hicieron la ciudad.

"Es que no son ciudades para ir con niños", insisten. Y bueno, ahí uno hace memoria y comprende todo. Criaturas de cocina básica con inclinación a lo enlatado, hijos de madres full time fitness que sólo saben de "cesar salad" y "pollo grillé". Básicos príncipes del ñoqui y la hamburguesa.

¿Qué podrán acotar ante una pata de jamón gloriosa, de cinco jotas? ¿Con qué rostro podrán observar un bol hirviente de callos a la madrileña, unas judías de la huerta o un pulpo gallego con óleo y pimentón?

madrid

Salvo que uno sea un extraterrestre o el ser menos poético del planeta, llegar a Venecia y toparse con la Plaza San Marco es un shock visual emotivo que deja huella. Y habrá un café, un beso en algún puente, una tienda, aquel helado, algo que quedará como postal inolvidable, pendiente del deseo, con categoría de fantasía para repetir alguna vez.

Será en cinco, diez o veinte años. Pero, de concretarse, se irá a esa tienda y será la más bella, por más que haya veinte nuevas a su alrededor. Y el helado tendrá más sabor, el café más aroma. Porque el peso del ritual multiplica la emoción.

Recuerdo cuando no le encontraba la vuelta a Miami. El terror de equivocarme en la autopista era altamente superior al placer de dar con los zapatos soñados al 40 % off o saborear un atún rojo vuelta y vuelta que en mi ciudad resulta lujuria.

Pero fue cuestión de apechugar, aprender dos o tres circuitos para ganar seguridad. Y de la seguridad al ritual. ¿Quién me quita la primera noche en Lincold Road, adonde voy emocionada por un mojito y un dragon roll? Y aquel Starbucks que no tiene nada de nuevo ni especial, pero al que siempre regreso.

Cuando lo pisé por primera vez no conocía de cafeterías en cadena. Era relativamente chica; aluciné con eso de ir sola hacia una mesa con azúcares y palillos; y ni qué hablar de que el vaso llegue con mi nombre.

En Buenos Aires somos cafeteros clásicos, de pocillo. Era de película esa escena. Bueno, ahora Starbucks está a la vuelta de casa, ya no debería tener asistencia perfecta en aquella esquina miamense; pero vuelvo. Siento que el café tiene otro aroma y, ante el primer sorbo, creo que rejuvenezco.

Soy hija de "ritualera". Mi mamá viaja a París y la primera noche debe comer cerdo con lentejas, en el legendario "Lipp de Sain Germain des Pres". La última vez, mi papá tenía gastritis, sólo estaba apto para vainillas con leche, pero la noche uno en la Ciudad Luz estuvieron ahí, en la misma mesa, con el suculento plato, aunque en versión individual.

Él sólo bebió agua, que sirvió para tragar un Omeprazol de 40 miligramos. Pero estuvieron felices, sin necesidad de interrumpir el ritual. Cuando salieron caminaron hacia el hotel. Veinte cuadras. Esa noche durmió fantástico y se levantó aliviado. Es el día de hoy que sigue sosteniendo algo que le creo: la atmósfera de su lugar adorado lo curó de repente.

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