Las piedras de las culpas

Y un día nos damos cuenta que toda la culpa es nuestra. Que vamos acumulando promesas que no podemos cumplir, las que se transforman en piedras en el estómago que un día, inexorablemente, nos hacen volcar. Para colmo no son cosas graves. Se trata de obligaciones o deseos que postergamos. Y esa es la cuestión tan dañina: ¡la postergación!
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Y un día nos damos cuenta que toda la culpa es nuestra. Que vamos acumulando promesas que no podemos cumplir, las que se transforman en piedras en el estómago que un día, inexorablemente, nos hacen volcar.

Para colmo no son cosas graves. Se trata de obligaciones o deseos que postergamos. Y esa es la cuestión tan dañina: ¡la postergación!

Querer encontrarse con una amiga adorada pero postergarla por falta de tiempo y conformarnos con el práctico, peligroso y seductor whatsapp.

El lavado de las cortinas, los análisis de sangre que pasamos de largo dos veces y nos da terror imaginar la cara del médico en el tercer intento.

¡El lunar! Maldito lunar que tratamos de olvidar pero que sabemos que ahí está y alguna vez hay que hacerlo ver. Ni qué hablar de los suplicios pap y mamografía y demás bijou post treinta y pico que sabemos deben ser prioridad, pero a veces también postergamos.

¿Y las fotos? Explota la computadora con álbumes de las últimas doce vacaciones. Sabemos que podemos perder todo en cualquier momento y juramos editar esa cadena de recuerdos en papel. Pero no lo logramos.

No hay forma de encontrar media hora para capturar un enchufe y partir, con el arsenal de imágenes, al chino más cercano que sea capaz de hacer tangible parte de nuestra vida.
Queremos invitar a casa, pero la vida pasa. ¿No es que nos lucimos en la cocina, adoramos sorprender con las mesas más chic y criticamos a quienes no invitan, ya sea por falta de roce, aburrimiento crónico o tacañería?

¡Si hasta hace poco nuestro hogar era un ejército de invitados, que bebían como condenados hasta media noche como mínimo, así sea miércoles en pleno julio!

Simple: la vida pasa, los chicos crecen y demandan más. De pronto somos trompos tras uno y otro, tratando de ayudarlos con cataratas de tareas escolares y esa socialité pre adolescente que, literalmente, deja de cama a cualquier humano relativamente normal.

Y así pasa la vida. Cuando queremos ir al teatro terminamos en un campo y cuando queremos ir a al campo nos encontramos haciendo moños y trencitas porque nos cae una comunión, bautismo o cumpleaños en pleno centro.

Igual nos resistimos a que esta etapa cambie nuestro ADN, y bebemos una copaza de Malbec a las 11.30 PM, como broche de un día endiablado como pocos.

Nunca nos sucedió esa pacatería del dolor de cabeza matinal...¡hasta que sucede! Entonces sí es el fin.

Pensamos que somos parecidas a todas aquellas que no queremos parecernos. Y nos esforzamos, cambiamos el timón y volvemos a intentar ser libres. De pensamiento, de culpas y de postergaciones.

Es sólo cuestión de orden. La receta es "tres días cada tres meses". Tres días en los que hay que ensamblar análisis de sangre con almuerzo con amiga adorada perdida en el tiempo.

Después, en los dos días y medio restantes, se pueden ver asuntos como el de las fotos, la visita solidaria, el lunar sospechoso, el agradecimiento en el basílica lejana, la limpieza de las cortinas e incluso la tierra que le falta a las macetas, algo que parece una tontera pero es desesperante.

¡Meses viendo cómo la tierra baja, sintiendo que torturamos a esa camelia que encima es tan gaucha (término argentino que se refiere al que da, sin esperar recompensa) que nos florece en el rostro!

Merecemos tomar el auto e ir hacia el vivero, comprar una bolsa enorme y sentir que damos vida. Y ahí empieza a cerrar la cosa.

Comenzamos a cumplir lo postergado y las piedras en el estómago -sí, señores- comprenden que deben retirarse. Por lo menos durante tres meses, hasta la próxima pausa.

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