Por los Dreamers que ya no sueñan

Quienes hoy celebran un paso adelante en la lucha por la realización de su sueño, deben tener en mente dos cosas: la primera, que la medida anunciada por Obama, lanzada convenientemente durante su campaña de reelección, no sustituye a la ley DREAM que aún está pendiente de ser aprobada en el Congreso, ya que no otorga la ciudadanía a los estudiantes. La segunda, que lo logrado hasta ahora se debe también al trabajo de aquellos dreamers que por alguna razón ya no sueñan más.
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La noticia me agarró literalmente en el aire. Salí de Los Ángeles la mañana de este viernes en el vuelo de las 6:30 AM rumbo a la ciudad de Dallas, para ahí tomar otro avión a McAllen, Texas. Eran las 11:30 hora local y al encender el teléfono aún sin bajar del avión, empezaron a llegarme decenas de mensajes: el presidente Barack Obama anunciaba un plan de alivio para los estudiantes indocumentados conocidos como Dreamers. Esta medida, bajo algunas condiciones, otorga protección a estos jóvenes para evitar ser deportados, así como un permiso de trabajo que puede ser renovado cada dos años.

La noticia me hizo brincar en donde estaba y me dieron ganas de gritarlo a todos los que iban conmigo en el avión -no lo hice porque un avión en un estado fronterizo de Estados Unidos es el peor lugar para parecer una loca peligrosa-. Me bajé y en lo que salía mi otro vuelo me puse a revisar notas, reacciones, ay, qué emoción.

Llevo siete años escribiendo historias sobre Dreamers y actualmente escribo un libro sobre ellos. Estos jóvenes vinieron a Estados Unidos siendo niños, algunos con sólo meses de edad, traídos por sus padres de forma indocumentada. Aquí han crecido, estudiado, vivido durante la mayor parte de su vida. Se consideran a sí mismos estadounidenses. Este país ha invertido en su formación, en su protección y les ha dado educación hasta la preparatoria. El asunto es que cuando salen de ella, la falta de documentos les impide trabajar o estudiar una carrera universitaria a un costo accesible.

Recuerdo con claridad la primera historia que me tocó escribir al respecto. Un grupo de jóvenes de la Universidad de California San Diego celebraba su Raza Graduation, la graduación que hacen los estudiantes latinos de cada generación, algunos de ellos indocumentados o hijos de padres indocumentados. En este evento los jóvenes suben al estrado acompañados por sus padres y ahí les agradecen el esfuerzo realizado para enviarlos a la escuela a pesar de los obstáculos económicos y legales. Ahí conocí a Mario, un chico que se graduaba de ingeniería y que, conteniendo las lágrimas, subió al estrado sólo. Sus padres viven en Oxnard, al norte de Los Ángeles. Como no tenían documentos, y para ir a San Diego es preciso pasar por un punto de revisión migratoria por su cercanía con la frontera, después de años de sacrificio los padres de este joven no pudieron estar presentes ni siquiera en ese momento, que tendría que haber sido uno de los más felices para su familia.

A esa historia siguió otra, y otra, y otra más. Quienes hemos reporteado en la comunidad latina sabemos que estas son las historias de cada día. Chicos que heroicamente deciden seguir estudiando al tiempo que trabajan y que cabildean en Washington, D.C. para aprobar el DREAM Act, la ley de la cual toman su nombre, que les permitiría regularizar su situación migratoria y que lleva diez años "atorada" en el Congreso de Estados Unidos. También son comunes las historias de los chicos que deciden desertar ante la falta de incentivos para seguir estudiando. Hasta que en noviembre del año pasado, una nueva historia dio un giro a nuestra cobertura: Joaquín Luna, un joven indocumentado de Texas, se suicidó de un tiro en el baño de su casa un día después de Acción de Gracias. Su nota suicida señalaba que no veía alternativa para ver realizados sus sueños de convertirse en arquitecto.

Quiso la casualidad que ayer, justo en el momento en que Obama anunciaba la medida de alivio temporal para los Dreamers, yo estuviera viajando al poblado de Mission, Texas, para entrevistar a la familia de Joaquín Luna. Cuando después de varios minutos de recorrer un camino rural llegué a la casa de su madre, Santa Mendoza, me di cuenta de que la alegría por el anuncio representaba una derrota para la familia de Joaquín. Que resulta inevitable pensar que la decisión llega demasiado tarde para algunos. Que si Joaquín hubiera esperado un poco, que si hubiera compartido con otros su dolor, que si Washington no hubiera esperado a que fueran tiempos electorales, que si, que si.

Santa me recibió con una mirada apagada. Me dijo que justamente se acababa de ir un reportero que fue a preguntarle cómo se sentía con la resolución. Que ella le dijo que le daba alegría por los muchachos. Me clavó los ojos inexpresivos, ya sin dolor, mientras Nina, la hermana de Joaquín, hablaba de las celebraciones en el campus universitario cercano a su casa.

Esta tarde no pude evitar pensar en todos los jóvenes soñadores que no han podido ver realizado su sueño. Los que empezaron en esta lucha hace diez años y hoy tienen más de 30, por lo cual no serán beneficiarios de la medida de Obama. Los que sintieron que no valía la pena seguir soñando y dejaron la escuela. Los que en el camino fueron deportados: Yanelli, Dylan, Francisco, Claudia, por mencionar algunos durante los últimos meses. En aquellos que sin esperanza, como Joaquín, jalaron un gatillo y dejaron de soñar.

Quienes hoy celebran un paso adelante en la lucha por la realización de su sueño, deben tener en mente dos cosas: la primera, que la medida anunciada por Obama, lanzada convenientemente durante su campaña de reelección, no sustituye a la ley DREAM que aún está pendiente de ser aprobada en el Congreso, ya que no otorga la ciudadanía a los estudiantes. La segunda, que lo logrado hasta ahora se debe también al trabajo de aquellos dreamers que por alguna razón ya no sueñan más. Por ellos, y por los que vienen, habrá que seguir luchando por el sueño.

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