De pronto las vi. Estaban sentadas en una esquina de su cuarto. Las muñecas parecían mirarme con tristeza y decir "ya no juega con nosotros". Sentí una intensa nostalgia al verlas arrinconadas y con los moños deshechos. Las arreglé un poco y volví a ponerlas en su sitio.
A decir verdad mi niña nunca fue dada a jugar con ellas. Yo se las compraba porque a mí me fascinan, y porque siempre pensé que toda pequeñita debía tener su "bebé llorón" para adiestrarse en eso de la maternidad. Pero la realidad del caso es que a ella nunca le interesaron mucho. Ni jugar a la casita, ni a la mamá. A ella le encantaba ir al zoológico y jugar a que era la que cuidaba a los animales o la que daba los shows.
"Y ahora... con ustedes... el espectáculo de la serpiente", nos anunciaba entusiasmada.
Mi hija tiene 11 años, una "alma vieja" como decía mi abuelita y un corazón valiente. Hace mucho, mucho que no la veo llorar, y por ahora no tiene el menor interés en nada que parezca femenino. Tampoco es tosca o masculina simplemente es... particular.
"¿Como puedes ponerte ese collar mamá?... es ¡gigantesco!... tu blusa... ¡brilla hasta la luna!... ¿vas a salir con esos zapatos?... no ando contigo", me recrimina constantemente.
Mientras recordaba, las muñecas me hacían compañía. "Pilarica" llegó a casa cuando Angela tenía 4 años. Al verla tan linda en un aparador en Madrid, no pude resistirme y la compré para mi hija. "Venancio" fue un regalo de su padre luego de un viaje por Barcelona y la "Angelita" fue un capricho de su dueña. "Esta se parece a mí", me dijo.
La muñeca se parece a Angela... pero Angela no se parece a mí. No compartimos gustos, ni ideas filosóficas, ni mucho menos religiosas. Pero nos respetamos mucho y con eso me conformo. Está entrando a la pre adolescencia con toda la soberbia de esa etapa.
Abrazando a sus muñecas murmuré... "Adiós a mi niña".