El peligro está en rendirse

Recientemente pasé algunos días en Puerto Rico tras casi dos años de ausencia. Todos los indicadores parecen evidenciar un país en picada: una baja tasa de participación laboral; la partida de la clase media a Estados Unidos; la rampante criminalidad. Los medios lo señalan a diario -- el lema nacional bien podría ser, "estábamos mal y vamos peor". Pero nada de esto parece alterar de manera fundamental la vida diaria de la población.
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La distancia distorsiona las memorias que uno guarda de su país natal. Se idealizan los momentos gratos mientras se desecha cualquier aspecto negativo. Pero esta perspectiva puede ser una ventaja al regresar. Las cosas nunca son tan buenas -- ni tan malas -- cuando se ven de cerca nuevamente.

Recientemente pasé algunos días en Puerto Rico tras casi dos años de ausencia. Todos los indicadores parecen evidenciar un país en picada: una baja tasa de participación laboral; la partida de la clase media a Estados Unidos; la rampante criminalidad. Los medios lo señalan a diario -- el lema nacional bien podría ser, "estábamos mal y vamos peor". Pero nada de esto parece alterar de manera fundamental la vida diaria de la población.

Las calles de la capital lucen llenas de vida en las noches. El caos de tránsito en las mañanas y tardes persiste, un flujo interminable de vehículos que van y vienen de escuelas y centros de trabajo. Y sobre todo, la mayoría de las personas siguen siendo amistosas y -- es necesario decirlo -- laboriosas.

Como la empleada de la agencia de alquiler de autos que lamentaba el alto costo de electricidad mientras jocosamente aconsejaba a mi esposa sobre la importancia de disfrutar la vida como si cada día fuera su cumpleaños. La señora, de unos 50 años, estaba en su puesto de trabajo cuando llegamos temprano una noche, y ahí la encontramos nuevamente cuando partimos al amanecer unos días después.

O la veterana mesera en un restaurante en el barrio capitalino de Miramar, quien se meneaba alegremente mientras solicitaba cada orden con un sonoro "para el nene", aun para el comensal más madurito.

Hasta las protestas y demostraciones se viven con esa alegría, salpicadas como siempre con el sabor del tambor, los estribillos a son de plena, el mover de caderas.

Pero cuando los Estados Unidos pesca un resfriado, al resto del mundo le da pulmonía. Esto queda claro en Puerto Rico, donde es difícil ver signos concretos de una recuperación económica viable.

En el sector de Santurce, la larga Avenida Ponce de León luce aún más desolada que antes en cualquier tarde de domingo. Esta soledad se impone desde los barrotes que marcan el deceso de establecimientos clausurados. Ante la falta de vivienda urbana asequible, el triste panorama se completa con edificios enteros vacíos y abandonados.

Pero se ven algunos signos positivos, como la luz del sol que se filtra por las ventanas metálicas a medio cerrar. Uno de los dos cines de alterne en el país acaba de pasar por una increíble transformación. Lo que antes era poco más que una antigua casa de una planta, estrecha y desgastada, ahora es un amplio edificio de dos niveles. Además se estableció una popular franquicia de helados a unos pasos del cine, y varios restaurantes aledaños gozan de éxito.

Los problemas persisten, pero también hay historias buenas que contar. Todas las dificultades, los edificios clausurados, el desorden diario, no tienen que ser símbolos permanentes de decadencia. Pueden representar oportunidad. El peligro verdadero yace en idealizar el pasado a la vez que se lamenta el presente. Lo que hay que mantener a distancia, ante todo, es el impulso hacia la rendición.

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