Mi teléfono... mi vida

¡Ay, no! ¡Ahhhh! No... ¡dime que no! ¡No, no, no!... ¡No lo puedo creer!.. ¡Nooooo!.. Sigo revisando mi bolso unos segundos más y tengo que decir lo que no quiero decir: ¡Sí! Me lo olvidé. Me olvidé el celular. De pronto mi cuerpo comenzó su proceso de devastación. Siento mi espalda encorvada, mi cara desfigurada y mi cerebro enumerando los miles de problemas que esto me va a traer a lo largo del día mientras la escalera mecánica me arrastra a la superficie de una ciudad que no sabe lidiar con el desconectado tecnológico. ¡Ay, mamita! Qué día voy a tener.
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dependenciacelular

¡Ay, no! ¡Ahhhh! No... ¡dime que no! ¡No, no, no!... ¡No lo puedo creer!.. ¡Nooooo!.. Sigo revisando mi bolso unos segundos más y tengo que decir lo que no quiero decir: ¡Sí! Me lo olvidé. Me olvidé el celular.

De pronto mi cuerpo comenzó su proceso de devastación. Siento mi espalda encorvada, mi cara desfigurada y mi cerebro enumerando los miles de problemas que esto me va a traer a lo largo del día mientras la escalera mecánica me arrastra a la superficie de una ciudad que no sabe lidiar con el desconectado tecnológico. ¡Ay, mamita! Qué día voy a tener.

De pronto la sensación de que no fue un olvido y que me lo pueden haber robado, se comienza a apoderar de mi cuerpo en esas cuatro cuadras que tengo de camino a la reunión. Lo que había empezado con una caminata lenta para no llegar a mi día, se convirtió en una marcha deportiva sobre mis tacones, para acceder a un teléfono de red y llamarme a mí misma.

Si llama es porque quedó en la casa. Si da apagado... ¡ay, no! No quiero ni pensarlo. Siento las gotas de sudor, la respiración agitada, la camisa que se empieza a desacomodar fuera de mi falda, el calor de la ciudad, mi apuro y mi cara desencajada. ¡Maldito celular! ¡Te conviene haberte quedado en la casa!

Como no podría ser de otra manera y gozándome, a mi lado la gente no para de hablar por teléfono, ni de textear, ¡ni de sacar fotos!... Agotada, pero llegué. Estoy en la 67st Street y la Walkway.... ¡Oh, my God! El número, el apartamento, todos están anotados en mi celular. Me desespero. Pienso: "¿A quién puedo llamar? Antonia, ella tiene la dirección". ¡¿Pero cómo la llamo?! ¡Ahhh! ¡Estoy por explotar!... Miro a los costados, los teléfonos públicos no existen ya. No importa, le pido el teléfono a un transeúnte... Ahí viene uno. Parece apurado, no me lo va a prestar. Ahí viene otro. Parece más apurado todavía... no me animo.

Cruzo enfrente a una casa de comidas rápidas. Con mi mejor sonrisa falsa pido el teléfono. Me miran raro. Pero me extienden el aparato. Y entonces... el techo, las nubes, el universo se caen sobre mi cabeza. ¡No sé el número de Antonia de memoria!, ¡lo tengo en mi celular! Me quedo parada mirando el aparato, con el tubo en la mano y se me empiezan a caer las lágrimas. Lágrimas rabiosas.

Pienso, aunque el enojo me bloquea el pensamiento. El único número que recuerdo de memoria es el de mi casa y el de mi mamá. Mi mamá está en Bahamas con el novio. Dejo el teléfono. Si me habían visto raro, ahora me miran peor.

Salgo a la calle. Miro los edificios. ¡Es imposible! No voy a poder ir a la reunión. No tengo manera de avisarle a nadie. Reviso mi bolso. Alguna business card de alguien, algo que me permita hacer una cadena de llamados. Nada... sólo el número de emergencias de la veterinaria de mi perra.

Reviso mis tarjetas de crédito... pienso, pienso. Ya es tarde. Estoy bloqueada. Pienso en la dependencia que me genera ese aparato endemoniado. En las explicaciones que voy a tener que dar, en lo desprotegida que me siento y en lo absurdo de esta situación. No me queda otra que volver a la casa a buscarlo.

Comienzo a caminar mirando a la nada. A la vuelta de la esquina hay un parque. Pienso en tomarme unos minutos. Qué mal funciona mi inteligencia paralela. No encuentro solución. Camino hacia allí y me siento en un banco. ¡Estoy hecha un despojo! Miro a los costados. Es lindo este lugar... qué irónico, ¿no?, esta vez no voy a compartir mi ubicación con nadie.

En el banco de al lado hay una pareja, o parece serlo. Cada uno con su smartphone. No se hablan entre ellos aunque cada tanto se hacen comentarios de lo que están viendo en sus pantallitas. Veo pájaros, hay unos muy cerquita. Pían, pían y parece que cantaran. Ningún ringtone interrumpe ese concierto. Más atrás esta el playground. Hay una niña en la hamaca. Su madre la empuja mientras mira entretenida su Blackberry. Se está perdiendo esa sonrisa tan mágica, pienso. ¡Qué niña tan feliz!

Al costado un papá le saca fotos a un baby dando sus primeros pasos. Lo arenga, lo incentiva, pero lo observa a través de un vidrio. El enojo va dando paso a pensamientos más suaves. Todo pasa por algo, me digo. Estoy en medio de una reflexión. Otro día le hubiera mandado un mensaje de texto a alguna amiga o hubiera twitteado un gran pensamiento para que hagan RT. Pero hoy, esto es sólo conmigo misma.

Si mi pequeño compañero estuviera conmigo en ese parque, estaría retratando esas flores, esos árboles y esas fuentes. Subiría las fotos a las redes sociales y mis amigos estarían clickeando un me gusta o comentando cosas como "qué envida... tú disfrutando del solcito y el aire libre y yo en la oficina"... Y entonces me doy cuenta que eso es lo que debería estar haciendo. Estiro mi cuello al cielo y dejo que el sol me acaricie la cara. Abro bien mi nariz... dejo que penetre en mi cuerpo el olor de la naturaleza. Miro, miro y miro más fuerte con mis ojos y no a través de una pantalla. Grabo las imágenes en mi retina y no en un sim. Ya no estoy enojada... hoy aprendí algo.

Respiro profundo, me recuesto mejor. Algo me molesta. Palpo mi bolsillo trasero y... ¡Ahí está! ¡Maldito embustero! Me sonrío. Me río. ¡Estallo en carcajadas! "¿Sabes qué?", lee digo... "Hoy, ¡ya no te necesito!".

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