Estado Mínimo y derecho humano a la salud

En términos generales, se acepta que el Estado pueda multar o encarcelar a una mujer que abandone a sus hijos, no los alimente o los prive de salud y educación. Sin embargo, a muchos les parecerá injusto que, al mismo tiempo, algunos Estados impidan que una madre de un embrión con una grave discapacidad se practique un aborto, aun cuando la prohibición no impedirá que el recién nacido muera pronto o que tenga que llevar una vida cargada de sufrimientos (sin contar los de la mujer). En cualquier caso, dirán otros, tal proceder del Estado sería legítimo únicamente si este cargase con los costos que implica llevar en el seno materno y criar a un bebé con discapacidad grave.
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San Salvador - En términos generales, se acepta que el Estado pueda multar o encarcelar a una mujer que abandone a sus hijos, no los alimente o los prive de salud y educación. Sin embargo, a muchos les parecerá injusto que, al mismo tiempo, algunos Estados impidan que una madre de un embrión con una grave discapacidad se practique un aborto, aun cuando la prohibición no impedirá que el recién nacido muera pronto o que tenga que llevar una vida cargada de sufrimientos (sin contar los de la mujer). En cualquier caso, dirán otros, tal proceder del Estado sería legítimo únicamente si este cargase con los costos que implica llevar en el seno materno y criar a un bebé con discapacidad grave.

¿Debería el Estado --que penaliza el aborto o el infanticidio-- ser obligado a que asuma los costos del cuidado de dichos bebés? La pregunta incluye una condición clara: no estamos pensando en cualquier Estado, sino en el que considera que el bien público y la salvaguarda de las mínimas garantías a sus ciudadanos (impedir la muerte de embriones o bebés con discapacidades) justifica anular la libertad de algunos de estos (las madres de esos embriones y bebés). Dada la gravedad de la carga que supone la gestación y crianza de un bebé con estas características, suena justo que se exija al Estado una mayor responsabilidad que la de limitarse a impedir su muerte.

Ahora bien, si nos parece lógico lo anterior, ¿por qué no podemos demandar del Estado una mayor responsabilidad en el cuidado, salud y educación de todos sus ciudadanos? Pareciera que esto supone un "salto ilícito" o un "bache" en nuestra argumentación, quizás porque hemos asumido como natural que el papel del Estado es, fundamentalmente, el de impedir la guerra de todos contra todos, que incluiría limitar al máximo las amenazas directas a la integridad física de sus miembros. Para el ejemplo del embrión o bebé discapacitado, y suponiendo que sea ya un miembro de nuestra sociedad, el Estado estaría obligado a defenderlo de su madre --quien habría decidido que no se encargaría de su cuidado, prefiriendo su muerte--, pero no habría obligación estatal de cuidarlo y educarlo.

Pero esta noción de Estado Mínimo no tiene que ser la única ni la predominante. También podríamos pensar que las obligaciones del Estado incluyan, en el mismo plano de importancia, fomentar la salud de los ciudadanos, garantizarles que tengan trabajo o que reciban una buena educación. Precisamente contra aquella visión limitada ha escrito el doctor Ernesto Selva Sutter el libro Sobre la pauperización y la exclusión contemporánea de la Salud Pública [San Salvador, UCA Editores, 2012], llamándonos la atención sobre que "en el medio de las ciencias de la salud todavía prevalece la idea de separar la salud individual de la salud colectiva" (p. 17) y alertándonos sobre la tendencia a "compatibilizar la salud con la doctrina neoliberal, ubicándola en el ámbito privado [...] basando su pretensión de definir la salud como un bien privado virtualmente en el argumento de que lo que las personas hacen con su vida y la de sus hijos importa más que cualquier cosa que hagan los gobiernos" (p. 17).

Es llamativo que se intente reproducir una idea de la salud que delega en los individuos (y en las familias) una responsabilidad que, al menos en ciertos países ricos, era considerada propia del Estado, mientras asistimos al aumento de musculatura del aparato policial y judicial de ese mismo Estado. Se desmantelan (privatizan) los sistemas de asistencia social (salud, pensiones) y se endurecen las leyes que impiden a los individuos tomar decisiones auténticamente libres y pluralistas sobre su vida o la de sus hijos (como sucede en El Salvador con la penalización absoluta del aborto).

El carácter postmoderno del Estado Mínimo neoliberal es paradójico, no por accidente, sino que dicha paradoja se encuentra en su misma base. Así sucede también con la nueva constitución del Imperio Estadounidense-Norte Atlántico, el cual no es capaz de ejercer ningún tipo de autoridad (ni desea hacerlo), ya que es un poder más allá de la pretensión de legitimidad. Asistimos a unos eventos que nos muestran el ejercicio del poder puro y duro --invasión de países soberanos (Afganistán, Irak, Libia...), destrucción del medioambiente, apoyo político a las corporaciones transnacionales, entre las que encontramos a las grandes compañías farmacéuticas--, para el cual el discurso de legitimación tradicional (restitución de los derechos humanos; garantizar la seguridad nacional...) se combina descaradamente con la propagación abierta de sus "intenciones comerciales" (control del abastecimiento de petróleo; cercar a Brasil, a Rusia y a China...).

Este imperio ejerce su dominación (imperium) dejando que funcione la maquinaria del Mercado Total, produciendo caos y nutriéndose de ella. Las privatizaciones son, en cierto modo, expresiones de esta renuncia a la autoridad en aras del poder desnudo, que tiene su raíz y legitimación fáctica en "la auténtica naturaleza de lo económico", es decir, en la proclamación de que las fuerzas compulsivas de los hechos (económicos) no solo son sino que deben ser: son "necesarias e ineludibles".

La privatización de la salud solo puede ser aceptada sin resistencia cuando se anula la capacidad de los sujetos para exigir su derecho humano a la salud. Pero, dicen quienes se oponen a este, "no se puede exigir lo que no se puede dar"; esta es la razón por la que los "supuestos responsables" --Gobierno, legisladores, funcionarios de instituciones internacionales de salud e incluso científicos-- insisten en que es imposible (utópico, ilusorio...) que se deduzcan responsabilidades sobre el estado de la salud pública cuando son las fuerzas compulsivas del mercado las que determinan "la realidad humana de la salud" (que, obviamente, no es ni de cerca un derecho). En todo caso, si algo "se puede hacer", será fruto de la compasión, la generosidad y el altruismo de quien quiera comprometerse, pero no es una obligación. Eso es lo que dicen.

Ahora bien, ¿es "necesario" el carácter mercantil que caracteriza a la actual estructura de producción y distribución de medicamentos, vacunas, servicios de salud, etc.? Debería bastar con revisar los indicadores mundiales que muestran que la salud es cada vez más una "realidad escasa" --justamente como si se tratase de una "bien escaso"-- para darse cuenta de que la mercantilización de la salud no es solo algo nocivo, sino también algo que tiene un origen histórico. No está escrito en las estrellas que la salud deba ser una mercancía. Este es un proceso humano e histórico que podríamos revertir si nos lo propusiéramos.

Pero el libro de Selva Sutter va más allá, al proponer que nos preguntemos si el mercado no es únicamente una "mala solución" para el problema de la salud, sino parte del mismo "proceso de producción de enfermedad". Apoyándose en Scott Burris, señala que un análisis integral de la relación Mercado-Enfermedad es esencial para comprender por qué es tan difícil obtener una vida saludable en una sociedad donde, por ejemplo, "una buena alimentación" no es un derecho humano sino una mercancía. Que los productos transgénicos y las grasas saturadas invadan las mesas, estómagos y torrentes sanguíneos de los ciudadanos es algo que depende de las fluctuaciones de los mercados y de las acciones de las empresas que los comercializan y no de algún ministerio de salud. Cuando un Estado renuncia a ejercer su imperium sobre la producción y distribución de alimentos o sobre los controles de calidad de los mismos, dejándolos en manos de los emporios privados, el resultado es una sociedad enferma (p. 28ss).

¿Nos parece escandaloso? No debería, dado todo lo que hemos aprendido a tolerar. Después de todo, cuando el criterio del bienestar es fundamentalmente la satisfacción de las preferencias de los individuos, ¿no es el consumismo la versión autorizada (legítima) de dicho bienestar? La enfermedad resultante del mismo será también algo que atañe solo al individuo, es su responsabilidad nada más. Por su parte, la enfermedad de esta persona será una distorsión menor que no afectará al auténtico bienestar (la salud de los mercados), mientras que la salud pública entendida como derecho humano, es decir, la que se encuentre fuera de la órbita de las mercancías, será vista como la distorsión misma, la verdadera amenaza a una sociedad de bienestar moderna, ya que pone en riesgo a la maquinaria mercantil. Después de todo, según esta manera de entender al mundo, una sociedad de mercado repleta de individuos enfermos no es por ello una sociedad enferma, pero una sociedad que no está regida por las leyes del mercado estaría condenada a morir.

DERECHO A LA SALUD :

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