Justicia sin vendas: Sobrevivientes de La Escuelita esperan veredicto

A más de treinta y cinco años de que se habilitara La Escuelita, el centro clandestino de tortura, en una vieja casona en los predios del Comando del V Cuerpo de Ejército, los acusados enfrentan la justicia.
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Uno a uno, los diecisiete (presuntos) genocidas se sientan en la segunda fila del auditorio de la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca, Argentina. Flanqueados por sus defensores, tres veces por semana desde el 28 de junio, escuchan los testimonios de los sobrevivientes, sus familiares y otros afectados por los crímenes de lesa humanidad que ellos (presuntamente) han cometido. Sus abogados plantearon ante los cuatro jueces, que sus defendidos se sentían agraviados por los cantitos de "ge-no-ci-das" con los que al final de cada audiencia los despedía el público. Resulta que, a diferencia de sus víctimas, asesinadas en enfrentamientos fraguados, arrojadas al mar desde aviones, enterradas en fosas comunes, despojadas de sus hijos después de dar a luz, los "presuntos" son sometidos a juicios orales y públicos y, por ende, inocentes hasta que se pronuncie el veredicto.

Los diecisiete: un general, varios coroneles y tenientes coroneles, algunos oficiales de inteligencia, policías y jefes penitenciarios, están en la cárcel. Los jefes máximos, ex comandantes Azpitarte, Vilas y Catuzzi, murieron impunes.

A más de treinta y cinco años de que se habilitara La Escuelita, el centro clandestino de tortura, en una vieja casona en los predios del Comando del V Cuerpo de Ejército, los acusados enfrentan la justicia. Fundamental fue la ratificación del juez español Baltasar Garzón de que como genocidio se entiende también el asesinato y el robo de hijos a un grupo perseguido por su ideología. Esto validó el trabajo del visionario primer fiscal local, Hugo Cañón.

Aquellos que nunca supimos qué tribunal secreto determinó que no fuéramos asesinados como nuestros compañeros de cautiverio en La Escuelita, atesoramos este proceso. No nos es fácil recordar ni relatar las aberraciones presenciadas y sufridas durante nuestra desaparición. Cuando el 27 de diciembre llega mi turno, hablo durante dos horas y media para luego desmoronarme en llanto. Tengo la súbita sensación de que en ese preciso momento mueren mis compañeros desaparecidos, aun aquellos cuyos asesinatos vengo denunciando desde 1977. Me consuela Ayeray Bustos, sicóloga del equipo de apoyo a las víctimas. Ayeray, cuya familia entera sufrió persecución política, es unos años mayor que mi hija Ruth, quien se salvó milagrosamente de desaparecer. Después de mi secuestro, mi padre y mi suegro la recuperaron de una casa vecina, donde los militares la habían abandonado.

Meses antes que yo, testifica Adriana Metz, hermana de un bebé nacido en La Escuelita. Adriana, quien en 1981 se enteró por una carta mía del nacimiento de su hermano, no ha cesado de buscarlo. En su testimonio increpa de espaldas a los diecisiete acusados: "Si los señores que están detrás mío tienen un poquito de... no sé cual es la palabra...que digan lo que saben".

Detrás de los genocidas se sientan otros familiares, como Anahí Junquera, la hija de mis amigos Néstor y Mary. Ella también ha testificado sobre sus sufrimientos por la pérdida de sus padres y la agonía de sus abuelos. Dijo al finalizar: "Quiero vivir el día de hoy como un homenaje a la memoria de mis papás, de mis abuelos, de los 30.000 compañeros desaparecidos".

Invocando la necesidad de la memoria también testificó mi tío José, quien fuera secuestrado con su hijo de dieciseis años. Mi primo, Gustavo, viene en cambio a presenciar mi testimonio. También ha declarado mi ex-esposo, Carlos Sanabria, a quien le destruyeron un riñón en la tortura. En marzo testificaron mis padres via Skype desde la ciudad de Washington. Ellos confirmaron que el Mayor Delmé, sentado en esa segunda fila, se había encargado de mentirles sobre mi paradero. Buscan justicia por las víctimas obvias y por las ocultas, como mi hermano, a quien la violencia que vivió nuestra familia lo llevó al suicidio.

No nos resulta fácil hablar. Acudimos, sin embargo, con la convicción de que se nos escucha. Ya no se trata de esa parodia con la que, en 1983, los militares le prometieron a Alfonsín hacer justicia por los "excesos" cometidos entre1976 y 1982.

En 1984 el Coronel Mansueto Swendsen estaba a cargo del juicio sobre La Escuelita. Su investigación no develó el paradero de los bebés de Graciela Izurieta y Graciela Romero de Metz, pero absolvió al comandante a cargo de la zona de operaciones.

De los diecisiete acusados actuales, Mansueto Swendsen es el único que quiso hablar. Reconoció la existencia de La Escuelita, insistiendo que a él no se le permitía entrar. En un arranque de racismo lombrosiano afirmó saber si alguien era "terrorista" porque era feo, dijo que alguien no podía serlo por ser "gordito, blanquito".

Los testimonios de los sobrevivientes ya se han presentado, ahora esperamos que algún otro acusado hable o que sus defensores expliquen por qué no parecen arrepentirse de sus crímenes de lesa humanidad. Esperamos en paz el veredicto, ya que, como afirma el fiscal Abel Córdoba, quien con sus 33 años lleva el peso más grande de esta tarea titánica: "Los testimonios de las víctimas han sido una lección de paz".

Los sobrevivientes sabemos que en el caso de La Escuelita, donde malvivíamos con los ojos vendados, la justicia debe despojarse de su proverbial venda, para poder, de una vez por todas, mirarla a los ojos.

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