Eterna juventud
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Hay algo, yo no sé bien qué es, algo que nos impulsa a caminar a pesar de los contratiempos. Es una fuerza interior de la que se nutren los sueños y los deseos de vivir. Así, al menos, me pasa a mí; en ocasiones me encuentro cansado, abatido por la vida -por las cosas de la vida- y de pronto es que siento el llamado a continuar la marcha, como que bien sé que el esfuerzo no es en vano.

Los filósofos, los psicólogos y otros expertos en el alma humana han querido darle un nombre a esta fuerza, pero creo que, a pesar de tan nobles intentos, no acaban de definir por entero esta secreta potencia. Yo no entiendo, de veras, a quienes renuncian, a quienes dejan de combatir porque sienten, o creen sentir, que no tienen un motivo por el cual seguir adelante. No estoy juzgando, que se entienda bien, pero ciertamente no comprendo cómo es que la vida puede perder el más íntimo de sus impulsos.

Para mi fortuna he conocido a muchas más personas con ganas de vivir que con hambre de derrota. Son seres anónimos y próximos, gente que puebla las calles, las casas y los centros de trabajo, son héroes que están condenados a perpetua juventud. Se nutren del diálogo, la presencia, los viajes, los libros, la comida, el sexo, la risa; es decir, viven por el amor que los inunda, y su dicha es una bendición para todos. Yo quiero ser como ellos porque no quiero que la vejez me toque nunca. Yo quiero aprender de ellos porque mi ignorancia en el arte del vivir me abruma y espero, con fe, esperanza y sonrisas, que el tiempo por venir me acerque, aunque fuera un poco, a ese elevado ideal de la existencia.

No es viejo el que acumula años, viejo es el que ha dejado de soñar.

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