El loco y la luna

No se puede vivir sin que exista un para qué, un motivo.
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En mi pueblo había un loco que corría detrás de la luna llena; nunca la alcanzó, pero llegó muy lejos.

Es que la fuerza interior requiere siempre de proyectarse hacia un objeto, una idea de triunfo que brilla para nosotros allá delante en lo lejano. Esa idea concreta es la que nos hace andar a pesar de los obstáculos, es la que nos hace levantarnos cuando nos hemos caído por enésima vez.

En el corazón de cada mujer y cada hombre de este hermoso planeta ha sido inscrito el nombre de una rosa que sólo para ella o él ha existido desde la primera edad del mundo. Todos buscamos, día y noche, lo sepamos o no, reconocer su dulce aroma.

No se puede vivir sin que exista un para qué, un motivo.

A veces pasa que nos olvidamos de todo esto y andamos por la vida como despistados, mirando las puntas de nuestros zapatos y con los puños hundidos en los bolsillos del pantalón. Basta recordar el hambre que alguna vez tuvimos; entonces sentimos de nuevo un poder hermoso y vital que vuelve a llenarnos y que terminará desbordándose otra vez por nuestras manos y nuestra boca en forma de actos y palabras.

La llama del espíritu humano a veces palidece, es verdad, pero recordemos que está condenada a no extinguirse nunca. Nuestra inmortalidad ha hecho escala en la carne, eso es todo.

He visto en la universidad alumnos de ochenta años aprendiendo español y en las calles llenas de hielo a un anciano de noventa correr por las mañanas. Ernesto Sabato, uno de mis escritores favoritos, escribía y pintaba las tristezas más dulces del mundo a sus cien años.

¡A mí que no me jodan con ese asunto de la edad!

Les mando un abrazo, amigos.

Proyecto para hoy: organizar los papeles del semestre que va a comenzar. Ayer, por cierto, estuve viendo la lista de mis alumnos; reconocí dos o tres nombres pero el resto son completos desconocidos. Sólo le pido a Dios que me dé la fuerza y la inteligencia suficientes para mover sus cabezas y conmover sus corazones. Que así sea.

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