De palomitas, festivales y personajes secundarios

Tras 12 años cubriendo festivales de cine, sigue siendo difícil explicar por qué hago hasta lo imposible por no faltar a mi cita con este mundo que incluso podría llegar a parecer superficial. A diferencia de lo que se piensa, mientras cubres un festival el glamour lo ves de lejos...
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Actors impersonating Roman Centurions perform on the red carpet of the 7th edition of the Rome International Film Festival in Rome, Saturday, Nov. 10, 2012. (AP Photo/Gregorio Borgia)
Actors impersonating Roman Centurions perform on the red carpet of the 7th edition of the Rome International Film Festival in Rome, Saturday, Nov. 10, 2012. (AP Photo/Gregorio Borgia)

rome film festival

Hay dos inventos que no dejan de sorprenderme. Los aviones y el cine. Ambos te hacen volar y recorrer diferentes territorios. Ambos, también, tienen la capacidad de ayudarte a desconectar.

Y te hacen consciente.

Tras 12 años cubriendo festivales de cine, sigue siendo difícil explicar por qué hago hasta lo imposible por no faltar a mi cita con este mundo que incluso podría llegar a parecer superficial. A diferencia de lo que se piensa, mientras cubres un festival casi no comes, las horas de sueño son escasas, el glamour lo ves de lejos pues entre las horas que pasas metido en una sala de cine, escribiendo y persiguiendo a los publirrelacionistas para que confirmen si podrás hacer entrevistas o no, apenas y te queda tiempo para cambiarte la camiseta que llevas puesta desde quién-sabe-ya-cuantas-horas. Y cuando miras a tu alrededor, te das cuenta que todos están como tú, en una especie de trance que consiste en ver películas, comentarlas hasta el cansancio, hablar con sus creadores para que te sigan hablando de ellas, escribiendo, comiendo e incluso durmiendo con el celuloide.

Así, después de una crisis existencial en la que empecé a preguntarme, ¿qué diablos hago aquí? Llegó la invitación al Festival de Cine de Roma. Seis noches en la ciudad eterna, ¿por qué no?

Y aterricé en un escenario diferente. No era la Croissette de Cannes ni los canales de Venecia que se han vuelto demasiado cotidianos. Se trataba de un lugar completamente nuevo, en el que había que descubrir cómo funcionaba la maquinaria de la imaginación, de encontrar de nuevo en dónde estaba la tribu cinéfila que da cobijo a los necios que como yo, sueñan y viven a través de la pantalla grande. Y entonces empecé a recordar por qué esto es importante.

Los festivales de cine son una especie de refugio en dónde la vida cotidiana no tiene sentido, una especie de pausa en tu vida para volver a filosofar, pasar horas charlando acerca de si un personaje te movió las entrañas o no y de si aquél o cual director logró engancharte. De las historias que también rondan en tu cabeza, de los finales que te hubiera gustado darle a esa protagonista y de las notas que crees que se quedaron en la autocensura de los creadores.

Al final, son una oportunidad de volver a vibrar y de mirar a tu alrededor. En Cannes, por ejemplo, siempre termino con una necesidad imperante de volver a la normalidad. Tanto exotismo, tanta belleza, tanto de todo me acaba abrumando. Tras Venecia, siempre viene la nostalgia. Es el fin del verano, el momento de empezar a hacer cuentas de lo que se logró y lo que no y de despedirse de los viejos amigos locales que hacen que la ciudad de los canales sea un enclave mágico.

En Roma, me pasó algo diferente. No puedo negar que pasar los días viendo cine en la tierra de Fellini, Visconti y en donde aún está el fantasma de la Cine Citá fuera extremadamente placentero y que incluso algunas noches un par de películas ("Pulce Non Ché" y "Tricked") me hicieran volver a casa con los pies flotando sobre el suelo. O que esa lasaña al horno compensara las largas horas sin alimento y las piedras que te susurran historias al oído me hicieran sentir tremendamente afortunada de haber elegido una profesión que me permite recorrer ciudades tan fascinantes.

Pero Roma también fue la puerta a otra realidad, pues cuando salía de la burbuja del festival todavía con el olor y el sabor del celuloide en el cuerpo, empecé a encontrarme con los protagonistas de un drama. Los europeos. Y es que sí, los monumentos de la ciudad eterna siguen ahí, inamovibles y majestuosos. Pero su gente no tiene los mismos rostros. Los jóvenes que hace unos años se sentían orgullosos y afortunados de su condición europea ahora gritan en el Coliseo, en la Puerta del Sol, en las calles aledañas al Partenón. Están enfadados, porque no tienen futuro, porque les han robado la capacidad de soñar, de sentirse héroes, protagonistas de su destino y los han relegado a papeles secundarios.

En el aeropuerto de Fiumicino, la basura se apilaba a montones en el suelo, los trabajadores de la limpieza descargaban su rabia gritando con una voz rota su derecho a recuperar sus puestos de trabajo. Era más una súplica que una amenaza.

Me despedí de Roma con tristeza. Sintiendo el pulso de un enfermo que necesita oxígeno urgente.

Y fue ahí, al pasar migración y subir las escaleras eléctricas aún con el eco de un, "vaffanculo, vogliamo lavoro" que me dije a mí misma, "a esto vienes a los festivales, a mirar la realidad con otros ojos".

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