El Salvador: hablan sobrevivientes de la masacre de 1932

El Salvador: hablan sobrevivientes de la masacre de 1932

David Ernesto Pérez / ContraPunto

SAN SALVADOR – La casa de Carlos Ama tiene piso de tierra, gruesas telarañas campeando entre las vigas de madera que sostienen el techo, cuadro de nativos norteamericanos, dos cirios con altas llamas lamiendo el aire y la cofradía del Justo Juez para espantar los demonios que rondan el apellido familiar.

También, la casa de Carlos tiene una historia que contar: su ascendencia fue protagonista de primera línea en el levantamiento indígena de 1932, que terminó con un terrible aplastamiento militar por parte de las fuerzas de Maximiliano Hernández Martínez contra los sublevados, quienes en su mayoría eran indígenas.

Carlos es bisnieto de Feliciano Ama, el líder indígena que fue ahorcado por el ejército de los años 30´s, comandado por José Tomás Calderón. Pero a la par del cacique, fueron fusilados indiscriminadamente millares de nativos. ¿El motivo? Haberse levantado en armas contra los robos de tierras y usurpaciones que el gobierno, desde la dinastía Meléndez Quiñonez, estaba perpetrando.


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Por lo tanto, el rostro de Feliciano Ama es uno de tantos asesinados con lujo de barbarie por el régimen militar de Hernández Martínez, y cuya muerte Carlos trata de conservar intacta para que las generaciones nuevas –como él, que ronda los 20 años de edad – conozcan lo que pasó en aquellos años.

La familia Ama mantiene la memoria de su sangre como un producto enlatado para mostrarlo en una vitrina: saben cada una de las versiones sobre la muerte de Feliciano Ama y las repercusiones de estas en el levantamiento indígena, y cada vez que tienen una oportunidad, las cuentas para asombrar a quienes permanecen ajenos a la historia

Las historias que el bisnieto de Feliciano Ama cuenta es más o menos así: el cacique fue instruido por el movimiento comunista para ir, machete en mano, contra los acaudalados que provocaron la miseria de los naturales de Izalco. La rebelión fue orquestada con diferentes líderes, quienes movieron a sus comunidades.

Y es así que durante varios días lucharon con el filo de sus machetes, hasta que el general Martínez dio la orden para que la protesta fuera sofocada a punta de bala: en menos de una semana fueron asesinados centenares de hombres.

Al que consideraron líder del levantamiento, es decir, Feliciano Ama lo apresaron, torturaron, y ahorcaron en una ceiba en un acto público. Los verdugos instaron a los niños a que se colgaran de las piernas del indígena asesinado.

El cuerpo pasó una semana insepulto, hasta que lo bajaron de la ceiba, y lo arrastraron con lazos desde una carreta por las calles principales del municipio occidental, –tal como Aquiles hizo con el cuerpo de Héctor en la Guerra de Troya – después le metieron pedacitos de fósforos, le rociaron gas e incendiaron.

Con el cadáver maltrecho y cayéndose a pedazos, varias miembros terminaron en diferentes fosas comunes, ora por aquí ora por allá, de tal forma que Feliciano Ama es un huésped múltiple del genocidio.

Y a la manera del héroe guerrillero, la tumba de Ama es todo Izalco.

Esta es una de las versiones del asesinato del natural, hay otra que es más subrayada por su bisnieto y que pretende salvar el heroísmo de su ascendente desligándolo de la moda comunista, tan en boga por aquellos días.

La otra versión va así: Feliciano Ama era yerno de Patricio Shupan, destacado cacique que tenía vastas extensiones de terrenos y era uno de los mayordomos más respetados.

Tanta era la influencia de Shupan que, éste iba a Casa Presidencial en cada cambio de gobierno a mostrar sus respetos por el nuevo mandatario y a tratar de obtener algo bueno para Izalco.

En los años de la dinastía Meléndez Quiñonez, Patricio Shupan hizo su habitual visita a los gobernantes, pero en una ocurrió un hecho diferente: al regresar de viaje de San Salvador a Izalco, el suegro de Feliciano Ama murió. Cayó por un supuesto envenenamiento.
La muerte hizo que Feliciano asumiera las riendas de la familia y los cargos de su suegro.

Entonces, con dicho cargo ayudó a organizar a los indígenas contra los abusos del gobierno y los robos de tierras. Según esta versión, en nada tuvo participación el movimiento comunista ni la internacional roja.
Esta versión última, Carlos Ama la conoce de boca de su padre, José Cristino Ama, quien a su vez la conoció de la hija de Feliciano, Petrona Paula Ama. La hija del cacique presenció la muerte de su papá.

Petrona Paula murió hace más de cinco años. No aprendió a leer y escribir, pero Carlos dice que sí podía multiplicar y dividir como una calculadora moderna. Sus operaciones matemáticas eran asombrosas.

Antes de morir, Petrona Paula le pidió a su nieto que escribiera la historia de Feliciano, que ella se la iba a relatar y así, febrilmente, se la contó durante varios días hasta que Carlos tuvo un legajo de papeles listos para saltar a la historia.

Lo asombroso es que Petrona Paula nunca habló de lo que le pasó a Feliciano Ama, es que las lágrimas se le escapaban con tanto dolor, que le cortaban la respiración y se ahogaba de tristeza.

Cuando falleció Petrona Paula, su hijo estaba trabajando en San Salvador, por lo que su nieto Carlos emprendió viaje de emergencia a la capital.

Cuando ambos regresaron, el cuarto de Petrona Paula estaba vacío, y las pertenencias más apreciadas ya no estaban, incluido el relato.

Desde entonces Carlos no ceja en su afán de rastrear las pertenecías de su abuela. Hace un año más o menos, en una joyería encontró unos pendientes, pero no le quisieron decir quién los fue a vender.

La familia Ama se despieza en varios miembros, un árbol genealógico que tiene casi una veintena de integrantes.

De esta rama se desprende, aunque lejano, Rosalío Ama, hijo de Juan Ama Patiño, quien fue sobrino de Feliciano.

Juan Ama Patiño participó en un documental sobre la vida de su tío.

Rosalío recuerda que su papá le contaba cosas agradables de Feliciano, como por ejemplo que era un señor muy callado, humilde pero inteligente y sagaz al momento de enfrentar una situación o a una persona.

Y, al igual que la historia de Feliciano según Petrona Paula, Feliciano heredó todo el poder de Patricio Shupan y la autoridad moral que el cacique tuvo en vida con las comunidades nativas.

Antes que los terratenientes echaran mano a las propiedades comunales, le contó Juan Ama Patiño a Rosalío, cualquier indígena pedía una porción de tierra para levantar su casa y tener un lugar donde vivir.

Y con propósito de recuperar esos años de tranquilidad, los lugareños tomaron sus machetes y se fueron a combatir; Feliciano estaba a cargo de un grupo que, machetes en mano, asaltaron el cuartel de Sonsonate.

Mientras los izalqueños luchaban, otro grupo llegó al municipio y violó, robó y abusó de las personas en Izalco. Cuando regresaron, apresaron a Feliciano y mataron indiscriminadamente al resto de sublevados.

Juan Ama Patiño se salvó de la masacre gracias a su suegro, quien era guardia cantonal y le advirtió que permaneciera en casa.

En esa matanza se vieron involucrados los mismos vecinos, por ejemplo, Tito y Tomás Calvo quienes fueron militares de la época.
Estos personajes, le contó Juan Ama Patiño a su hijo, persiguieron personalmente a varias de las personas con quienes compartieron vecindad. Incluso, recetaron balas directamente.

Los Calvo vivieron un tiempo más después del genocidio en el Occidente del país, pero cuando los asesinaron muchos lugareños vieron cumplida la máxima que dice: Dios tarda pero no olvida.

Los descendientes de los militares aún viven en Izalco, pero son excluidos de la tradición y la organización comunal.

Farabundo, Feliciano y Martínez 81 años después

Felipe Pililla es un anciano que no amaga verbo ni adjetivo. Apoyado en su bastón, escupiendo el suelo sin escatimar saliva, el longevo es una autoridad de la memoria de 1932 y las muertes de casi 30 mil personas.

Felipe además puede hablar con justa razón: su papá, Paulo Chile; su abuelo y su tío fueron masacrados por formar parte del levantamiento.

Pasado el tiempo, el recuerdo de los acontecimientos se refleja limpio en el relato del anciano. Pero no está dispuesto a dar otra versión de los hechos en la que los comunistas son los culpables de engañar a “los pobres inditos”.

Pililla está seguro que un tal Farabundo Martí llegó a Izalco, conversó con Feliciano Ama, y Feliciano “regó la semilla” al resto de habitantes del lugar.

Martí les dijo que podían quitarles las casas a los ricos, que iban a ser nuevamente dueños de sus tierras pero no que les iban a dar bala – dice Felipe - .
Tomando el dominio del pueblo, abusando y maltratando a los ricos – afirma Pililla – estaban los indígenas cuando “mi general Martínez” mandó la tropa y arrasó con todos. Entonces comenzó la carnicería.

Sin preguntar nombres ni edad todos los armados fueron ejecutados, el filo de sus machetes no alcanzó a herir a las fuerzas del gobierno ni a defenderse para salvar sus vidas.

Algunos huyeron por los montes, hasta que fueron alcanzados por la autoridad, quienes concentraron a una parte en el “Llanito”, terreno frente a las ruinas de la Iglesia de la Asunción. En este lugar los forzaron a cavar sus tumbas y los ejecutaron.

Los muertos estaban a las orillas de las calles, frente a la alcaldía, en las casas y en cualquier lugar. Los cerdos y los perros arrastraban los cuerpos y se alimentaban de la carne humana.

Al cesar la primera fase de la masacre, llegó una contraorden “de mi general” – recuerda Felipe – con una lista de personas para ser ejecutadas.

En esa lista estaba Adolfo Sunza, hermano de Rafael Sunza quien ahora tiene 98 años de edad.

Rafaela recuerda que su hermano estaba limpiando el maíz – una semana después de la masacre – cuando unos guardias civiles lo vieron, se acercaron y le preguntaron por su nombre. Al verificar en la lista ahí estaba.

Inmediatamente lo llevaron a la cárcel, lo interrogaron y golpearon. En la noche la familia trató de visitarlo, pero no les dejaron entrar: la suerte para Adolfo ya estaba decidida, pues al amanecer lo ejecutaron junto a su padre.

De la familia Sunza solo sobrevivieron a la masacre Rafaela y su mamá. Y los fallecidos nunca pertenecieron a la sublevación.

Para Rafaela el gobierno de Martínez fue malo. Para Felipe fue bueno porque puso las cosas en su lugar. Ambos perdieron familiares.

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