Historias de indocumentados: Detrás del sueño americano, ¿vale la pena venir? (Primera Parte)

Detrás del sueño americano, ¿vale la pena venir?

Por amor atravesó todo México y después el desierto de Arizona a pie entre sufrimientos y alimañas… y hoy lo lamenta.

Quetzaltenango, Guatemala, conocida también como “Xelajú” o “Xelá”, es la segunda ciudad más importante de ese país centroamericano y está ubicada en un valle rodeado de altas montañas y hermosos volcanes que guardan los recuerdos y vestigios de una gran civilización, la cultura Maya.

En ese bello lugar, hace veintinueve años, nació nuestra entrevistada, Linda Poroxon, una inmigrante indocumentada que platicó en exclusiva con HuffPost Voces la razón por la que un día decidió hacer el largo y peligroso recorrido hasta el estado de Arizona y como eso convirtió su vida en una serie de hechos lamentables que cambiaron su vida para siempre, y en una forma que ella no hubiera deseado. Las razones que motivaron a Linda para hacer el riesgoso camino no fueron, como en la mayoría de los casos, el hambre y la necesidad sino el deseo de conocer otros lugares y… un amor frustrado

“Yo estoy aquí por tonta. En mi tierra nada me hacía falta. No éramos ricos pero mis padres nos dieron siempre todo. Yo estaba estudiando para contadora y tenía el amor de mis padres. No valoré nada de esto y no me di cuenta del problema familiar que iba a causar. Solo veía que mis amigas se iban al ‘otro lado’ y yo quería hacer lo mismo. No ‘me llenaba’ vivir en una ciudad con solo 300,000 habitantes, en donde la mayoría somos de origen indígena o mestizos. Yo quería ir a las grandes ciudades americanas… no me daba cuenta de todo lo bueno que Quetzaltenango tenía para mi futuro por ser una ciudad con un gran flujo comercial y grandes oportunidades de crecer profesionalmente”.

Linda dejó la escuela a la edad de 19 años porque sus metas cambiaron cuando conoció a Alejandro. ”Me enamoré como una loca, y cuando me dijo que se iba para ‘el otro lado’ sentí que me moría”.

Anteriormente, Alejandro había intentado entrar ilegalmente a Estados Unidos pero lo detuvieron y lo deportaron. Los 1,800 dólares que había pagado a un ‘coyote’ le cubrían hasta tres intentos por ingresar a Estados Unidos y estaba dispuesto a aprovechar las dos oportunidades que le quedaban.

Todo por amor

“Yo no quería quedarme sola y a pesar de sus advertencias sobre los riesgos que implicaba irme con él de ilegal no hice caso y terminó por apoyarme prometiendo que íbamos a ser muy felices”, afirma. “Yo le creí; cómo no hacerlo si era mi pareja. Yo me sentía segura porque iba con él. Nada podía sucederme a su lado”.

Sin pensarlo dos veces, Linda contrató al mismo pollero de Alejandro y en menos de una semana estaba en camino rumbo a su incierto destino.

“Le entregué la mitad del pago con los ahorros que tenía por la venta de comida que yo hacía en los fines de semana y la otra mitad se la pedí prestada a un tío, al que casi no conocía, que vivía en Estados Unidos”, platica nuestra entrevistada.

Sin visa, sin permiso de sus padres y sin dinero, la joven guatemalteca inició su camino. Llevaba guardados en la memoria dos números de teléfono, por si había alguna emergencia, de dos amigas suyas que trabajaban al otro lado de la frontera. No sabía a dónde iba ni dónde iba a vivir.

“No podía llegar con mi tío porque él vivía en un departamento con un grupo de más de diez indocumentados”, afirma. “Pero sí me apoyó y me aseguró que me iba a ayudar en cuanto llegara”.

El coyote violador

“Estaba ciega de amor, no me daba cuenta de que todo era un absurdo. Lo que más siento es haber causado problemas tan grandes a mis padres. Yo le avisé a mi mamá que me iba el mismo día en que me salí, pero a mi papá nunca le dije nada. Cuando se enteró golpeó salvajemente a mi madre. Fue horrible saber varios años después lo que mi inmadurez había causado”, confiesa.

Con una mochila al hombro, un boleto de autobús y un “coyote” de aproximadamente 50 años que guiaba a un grupo de 14 seres humanos, 2 mujeres y 12 hombres, Linda inició su travesía.

“El coyote tenía todo arreglado y comprado. El autobús en donde nos subieron en Guatemala era de una línea de transportes de pasajeros muy conocida por lo que no tuvimos ningún problema para pasar de Guatemala a México”, recuerda y continúa el relato:

“Nos hicieron muy pocas preguntas y como nos habían dado instrucciones de qué responder, sólo decíamos que íbamos a trabajar en una finca de café, que ya teníamos una planta de trabajo en el estado mexicano de Chiapas y en cada lugar donde nos paraban decíamos lo mismo. Aparentemente los guardias de los retenes no sabían quién era el coyote porque éste pasaba por uno más del grupo, además de que los choferes son los que guardan el dinero y lo protegen”.

“La travesía de Guatemala a la capital mexicana duró cuatro días y todo transcurrió en calma, pero de repente todo empezó a cambiar”.

“Llegamos a la Ciudad de México de noche y allí estuvimos un día completo antes de proseguir. Llegamos a una casa muy bonita donde vivía una señora que parecía ama de casa pero que era cómplice del coyote. Nos trató muy bien a todos, pero cuando dejamos su casa me enteré que el coyote, en complicidad con ella, había abusado de la otra mujer que iba en el grupo”, afirma indignada.

“Yo corrí con suerte porque mi novio y el coyote ya se conocían. Nunca me propuso nada, pero a la otra muchacha la amenazó de que ‘la pasaría a salvo al otro lado’ sólo ‘si se dejaba’. ¡Fue horrible! El coyote la violó durante todo el camino hasta llegar a Arizona… Estoy segura que me hubiera pasado lo mismo si hubiera viajado sola”.

El viaje a la frontera transcurrió sin incidentes mayores para Linda, quien recuerda la forma grosera y cruel en que los trataban en cada parada del autobús.

“Los autobuses en donde viajamos transportaban a muchos otros mexicanos, viajeros normales que llegaban a su destino sin saber que habían corrido el riesgo de ser secuestrados por traficantes de humanos sólo porque un grupo de indocumentados viajaban entre ellos. En cada lugar al que llegábamos nos empujaban como ganado y nos cambiaban de camión, hasta que llegamos a la ciudad fronteriza de Nogales, Sonora, en donde el coyote nos dijo que íbamos a descansar durante un día para continuar la noche siguiente”, narra.

La etapa siguiente sería a pie, por el candente y solitario desierto de Arizona y aunque Linda sabía por pláticas de los riesgos del camino, nunca se imaginó lo que era cruzar el desierto. No sabía nada de él. Era el mes de junio cuando el calor del desierto asciende a más de 110 grados, cuando el sol no sólo quema… mata.

Continuará…

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